La cultura no nos hará libres. La ignorancia tampoco, claro está. Tener o no tener cultura no conlleva abrazar la libertad ni ser partidario de ella. La libertad no está asegurada por nada, si no es con el compromiso de defenderla, que es lo que hicieron los 350 intelectuales y académicos que firmaron la declaración Referendum in Catalonia, not war de apoyo al 1-O y de condena a la represión que estaba ejerciendo el Gobierno para intentar frenar el referéndum. Ese manifiesto se publicó cuando todavía no se había producido el espectáculo represivo del 1-O que pudo ver en directo todo el mundo. El compromiso con la libertad no es siempre fácil. No lo es en absoluto. Es una elección para lograr una sociedad mejor, una sociedad abierta en la que los individuos sean libres para guiar su futuro. Si no se sabe adónde ir, como le advierte el gato Cheshire a Alicia en el país de las maravillas, no importa qué camino se elija. La libertad tiene que ser una realidad empírica y no solo una teoría política. Por eso no hay cultura que valga si no se puede desplegar libremente. Bismarck aseguraba que la libertad es el lujo que no todos pueden permitirse. Así los fue a los alemanes —y al mundo entero— cuando los nazis cambiaron la trayectoria de la historia. La banalidad del mal destruyó todo sentido de libertad.
En 2005 yo era director de Unescocat. Un día acudieron a mi despacho los responsables de la fundación Freedom House. No sé si saben a lo que se dedica esta entidad. Es una organización no gubernamental, con sede en Washington DC y con oficinas en casi una docena de países, que se describe a sí misma como “una voz clara por la democracia y la libertad en el mundo”. Subvenciona a investigaciones y promociona la democracia, la libertad política y los derechos humanos. Hay quien dice, o por lo menos esa es la fama que arrastra, que es una ONG protegida por la CIA. Freedom House fue fundada en 1941 por Wendell Willkie, Eleanor Roosevelt (mujer de quien entonces era presidente de los EE.UU.), George Field, Dorothy Thompson, Hebert Bayard Swope, entre otros. Defendía la libertad contra el nazismo. Después de la guerra, en cambio, la defendió contra el comunismo. La división del mundo en bloques hizo aflorar un gran número de organizaciones que reunían a los intelectuales partidarios de la libertad contra el comunismo soviético. No todas esas organizaciones eran conservadoras. El Congreso por la Libertad de la Cultura, una organización fundada el 26 de junio de 1950 en Berlín Oeste, fue una de las más famosas. Entre sus miembros estaban dos antiestalinistas catalanes de primer orden, los antiguos dirigentes del POUM, entonces exiliados, Joaquín Maurín y, especialmente, el libertario Julián Gorkin, quien fue director de la revista Cuadernos, vinculada al Congreso, y que en 1971 se afilió al PSOE. El anticomunismo también podía —y puede— ser de izquierdas.
No hay cultura que valga si no se puede desplegar libremente
La cuestión es que los responsables de Freedom House se citaron conmigo porque querían que Unescocat colaborara en un proyecto para ayudar en las bibliotecas independientes de Cuba. Eran bibliotecas clandestinas que se instalaban en casas particulares con los libros que enviaba gente como nosotros. Freedom House lo pagaba absolutamente todo. Puesto que he nacido bajo el franquismo y entonces asistí, aunque era bastante pequeño, a los recitales clandestinos de poesía que organizaba mi padre en su casa, las denominadas “Barbolles poètiques” (Josep Camps i Arbós y Joan R. Veny-Mesquida lo explican en el libro Poètiques de viva veu. L'Arxiu Sonor de Poesia de Joan Colomines i Puig), decidí dar mi apoyo al proyecto. Me puse en contacto con quien en aquel momento era directora general de Cooperación Cultural del Departamento de Cultura de la Generalitat de Catalunya, Assumpta Bailac, una bibliotecaria con una amplia trayectoria profesional. Era la época del primer tripartito. A pesar de mi insistencia, al final no conseguí que el proyecto saliera adelante. La Generalitat no quería participar en un proyecto que tuviera el apoyo económico de Freedom House. El castrismo sobrevolaba el Palau Moja y tenía más prestigio que la CIA. Para mí, lo importante era enviar para Cuba, para las bibliotecas independientes y populares, libros prohibidos por quienes se creen con el derecho de seleccionar nuestro carné de lecturas. Freedom House o el Comité sobre el Pensamiento Social, un organismo vinculado a la Universidad de Chicago que se dedicaba a ayudar a los intelectuales perseguidos por el comunismo y que presidió Saul Bellow, el premio Nobel norteamericano de literatura de 1976. Bellow había sido un trotskista furibundo. Incluso a Trotsky le parecía que sus seguidores norteamericanos eran “demasiado” antiestalinistas. Bellow estaba citado con Trotsky el 20 de agosto de 1940, pero cuando acudió a la cita, supo que Ramon Mercader le acababa de hundir un piolet en la cabeza. Entonces Bellow y los demás trotskistas norteamericanos llegaron a la conclusión que les decantaría hacia el anticomunismo: Stalin no era una perversión del comunismo, sino su lógica. Stalin subordinó la moral al determinismo histórico con más rotundidad que cualquier existencialista. La misión estaba por encima de todo.
Pensaba en este tipo de cosas mientras estaba sentado en el auditorio del Espai Francesca Bonnemaison para asistir a la preestreno del documental Imaginar un país. El Congrés de Cultura Catalana. Muriel Casals, Ignasi Riera, Rafael Ribó, Ramon Espasa, son algunos de los personajes entrevistados en el documental para aclarar qué es lo que se pretendía con aquel Congreso, que fue un gran encuentro de la sociedad civil catalana entre los años 1975-1977. Casals, Riera, Ribó, Espasa y muchas otras personas que dejo en el tintero, habían militado en el PSUC, el partido de los comunistas catalanes, como era conocido durante los primeros años de la transición. ¿Eran realmente comunistas? No lo sé. Servidor, seguro que no, a pesar de que en aquella época pasé de las juventudes de Bandera Roja, pues me expulsaron bajo la acusación de “nacionalista pequeñoburgués”, y entré en la Juventud Comunista de Cataluña, la rama juvenil del Partido, así, escrito con mayúsculas, que era la otra manera de designar al PSU. Al igual que la demás gente que militó en partidos comunistas bajo el franquismo, lo hice más por mis convicciones demócratas que no por ninguna otra consideración. Mi preocupación era imaginar la libertad. Recuperarla. Ramon Espasa, el primer consejero de Sanidad y Asistencia Social de la Generalitat provisional, explica en el documental que las propuestas que salieron del ámbito de salud de aquel Congreso se convirtieron en el patrón de lo que después acabó siendo el modelo sanitario catalán. El Dr. Josep Laporte, Consejero de Salud y Seguridad Social del primer Govern de Jordi Pujol, no tocó ni una coma de aquel modelo. En todo caso lo profundizó. Es evidente que ni Laporte ni Pujol eran comunistas, por lo tanto el adjetivo del modelo tampoco lo era. Pero lo más importante es que el modelo inauguró un régimen de libertad. El bienestar, como la cultura, no son si no son libres.