La crisis del PSOE no es ajena a la crisis de Estado de los últimos tiempos, cuyo albor, digan lo que digan los unionistas recalcitrantes, empezó con la fuerza del independentismo catalán combinada con la emergencia de los nuevos partidos que han resquebrajado el bipartidismo casi perfecto de antaño. No obstante lo nieguen, porque jamás el que está en liza con otro va a reconocer que su adversario le comió terreno, la movilización soberanista catalana se cobró una primera víctima en las filas de la política española: Pedro Sánchez. El ya ex secretario general del PSOE —aunque les recomiendo que no lo den por muerto todavía— llegó a la conclusión de que si seguía atrapado en el bando del inmovilismo, eso le impediría ser una alternativa real al PP, con lo que daría alas a Podemos. Su último movimiento antes de morir a manos de Susana Díaz fue aproximarse a los independentistas para sondearles sobre la posibilidad de obtener su apoyo en una hipotética nueva investidura que marginase al PP.
Fue entonces cuando se encendieron las luces de alarma en los ambientes versallescos de Madrid y Andalucía. El establishment español, que lleva mandando desde los tiempos de Gonzalo Fernández de Córdoba, el famoso Gran Capitán, no pudo soportar la afrenta y consiguió deshacerse de Sánchez la semana pasada y domesticar al PSOE con la ayuda de los antiguos “descamisados”, hoy tan ajados y gordos como los últimos jerarcas del extinto PCUS, y el asentimiento de los jóvenes burócratas. El TC y la Fiscalía del Estado también están trabajando a todo trapo para convertir España en un pastizal, donde la democracia se está degradando hasta puntos insospechados, siguiendo el ejemplo de lo que ya impera en Turquía o en Rusia, a golpe de reivindicar el estado de derecho. Erdogan y Putin encarcelan a la oposición porque se opone a su régimen despótico, aunque formalmente se considere democrático. El fundamentalismo jurídico es el arma de destrucción masiva que lanzan contra sus rivales aquellos gobernantes a los que la democracia les da escalofríos e incluso orquestan un autogolpe de Estado para rematar la operación.
El fundamentalismo jurídico es el arma de destrucción masiva que lanzan contra sus rivales aquellos gobernantes a los que la democracia les da escalofríos
En España aún no se ha llegado a esos extremos. Sin embargo, esta semana el Estado ha dado otro paso más en su persecución de la disidencia soberanista catalana. Pocos días después de que la Fiscalía hubiese solicitado una pena de diez años de inhabilitación para el expresident de la Generalitat Artur Mas y las conselleres Irene Rigau y Joana Ortega por organizar la consulta del 9-N, el Tribunal Supremo ha pedido al Congreso el suplicatorio de Francesc Homs por lo mismo y el Constitucional ha ordenado a la Fiscalía investigar la actuación de la presidenta del Parlamento catalán, Carme Forcadell, en la aprobación de la resolución que apostaba por la ruptura con el Estado. Si esto pasaba el jueves, este viernes, además, la maquinaria de Moncloa ya se puso en marcha para intentar impedir el referéndum. Según informó la vicepresidenta en funciones, Soraya Sáenz de Santamaría, la Abogacía del Estado está estudiando el texto de la nueva resolución por la que el Parlament insta al Govern a convocar el referéndum para aconsejar al Ejecutivo español cómo proceder. Mientras tanto, ¿qué dicen en Ferraz? ¿Dónde están esos intelectuales progresistas que antes firmaban manifiestos a favor del Dalai Lama como si se tratara de una de esas recolectas para ayudar a los misioneros en su labor de evangelización y promoción humana, prescindiendo, claro está, de que su santidad tibetana encarna una reivindicación nacionalista? ¿Es que los progres españoles no se dan cuenta de que cuando acaben con los soberanistas, si es que pueden, la derechona española y sus aliados socialistas al servicio del gran capital, la emprenderán contra los movimientos sociales que les están mermando estabilidad?
¿Dónde están esos intelectuales progresistas que antes firmaban manifiestos a favor del Dalai Lama, prescindiendo, claro está, de que su santidad tibetana encarna una reivindicación nacionalista?
La número dos de Mariano Rajoy cree que el proceso independentista sólo redunda en la “propia melancolía” porque España, según ella, se mantendrá firme y no dialogará con la Generalitat, sino que optará por defender la Constitución en los tribunales, que es el mismo argumento, como les decía hace un momento, que utilizan Erdogan y Putin para eliminar a sus siempre molestos opositores. Todo parece muy legal, pero tiene una base represiva que asusta. Que se la pregunten, si no, al famoso ajedrecista ruso Gary Kasparov, exiliado en Inglaterra por defender los derechos humanos en la Rusia de Putin. El nuevo zar ruso consigue revalidar con votos lo que anteriormente ya ha obtenido con la eliminación de los disidentes. ¿Cómo gana Putin las elecciones? Está claro que ni Putin ni Mariano Rajoy no obtendrán jamás el premio Nobel en ninguna de sus categorías, pero menos todavía el de la Paz, aunque esté desprestigiado desde que el comité noruego decidió concederlo por motivos políticos y no porque quien lo recibe haya conseguido imponer una paz verdadera. Este es el caso, por ejemplo, de Juan Manuel Santos, a quien conceden el premio porque montó un espectacular acto de firma de la paz con las FARC, aunque luego el pueblo soberano le tumbó la propuesta y dejó la paz en suspense. El reloj del comité noruego y el de la democracia colombiana no marcan la misma hora. A mi lo que me dio risa y me permitió tomar la medida de lo que era aquel acto en Cartagena de Indias es ver entre los asistentes al instigador de los GAL. Felipe González fue incapaz de encauzar serenamente y desde una perspectiva democrática la negociación con ETA, precisamente, por la “melancolía patriótica” que tiñe a los políticos españoles.
En España sobra esa “melancolía patriótica” que Sáenz de Santamaría atribuye a los soberanistas catalanes con el auspicio de aquellos socialistas que, como es evidente, pueden acompañar a los poderosos en un consejo de Administración del Ibex 35 sin andarse con remilgos y a Rodrigo Rato en el banquillo de la Audiencia Nacional tapándose la cara. Ese ensimismamiento español se traduce en un nacionalismo a granel y pegajoso, corroído por la debilidad y la pequeñez, que tanto puede defenderlo Esperanza Aguirre, quien se atreve a afirmar que “España es una gran nación con 3.000 años de historia” y eso lo tienen que saber los niños; como Felipe González, esa especie de don Pelayo del Sur, que fue quien dio el pistoletazo de salida para que las huestes andaluzas, asturianas y castellanoleonesas se zampasen a Pedro Sánchez en un santiamén, como si de una jauría humana se tratase, por haber osado intentar hallar una salida al bloqueo del Estado con la participación de los soberanistas catalanes. Algo muy civilizado y moderno, me parece a mi. Pero en España vuelve la Inquisición que crearon los Reyes Católicos para mantener la ortodoxia católica en sus dominios. Lo que cambia hoy en día es el tipo de ortodoxia, pues ahora se trata de la ortodoxia nacional. En los dos casos, no obstante, se quiere evitar, como advertía un edicto inquisitorial de 1789, que la democracia y el librepensamiento vayan “destruyendo de esta suerte el orden político y social”. El miedo mata.