Junts es un partido en construcción. Es un partido anémico que nació a todo correr a raíz de la convocatoria electoral del 21-D, posterior a la aplicación del 155. Al principio Junts solo era una candidatura confeccionada por Carles Puigdemont y un entorno de pocas personas, que utilizó los derechos electorales del PDeCAT para ahorrarse el trámite de constituir una agrupación de electores. Con todo, antes de que Puigdemont cerrara el pacto con Artur Mas, ya se había iniciado la recogida de firmas para presentarse a la contienda electoral sin ningún tipo de peaje. Visto lo ocurrido después, creo que la agrupación electoral habría sido la mejor decisión. La política catalana no es atrevida ni en los momentos más críticos. Le falta osadía e imaginación. Es difícil saber cuál habría sido el resultado de aquellas elecciones si Puigdemont hubiera decidido encarar en solitario la construcción de un nuevo espacio político independentista. Un espacio plural que integrase corrientes ideológicos varios para formar un partido, digamos, semáforo —rojo, amarillo y verde— como el gobierno que seguramente se constituirá en la Alemania post Merkel. La euforia de la victoria, en parte inesperada, de diciembre de 2017 aparcó el debate orgánico. Junts era el grupo parlamentario que Puigdemont dirigía desde Bruselas y Elsa Artadi desde Barcelona. El resto de dirigentes eran personas importantes, pero que tenían una posición secundaria.
Los partidos son máquinas que funcionan con un personal entrenado para llevar a cabo tareas puestas al servicio de los dirigentes. La dirección del grupo parlamentario originario no era del PDeCAT, aunque hubiera personas, como Albert Batet, que eran militantes de ese partido. Batet era, dentro del mundo convergente, un dirigente local, como también lo era Puigdemont. No pertenecía en modo alguno al núcleo que había apoyado, primero, a Josep Rull y, más adelante, a Oriol Pujol en la época que Artur Mas era el presidente de CDC. Batet tampoco formaba parte del entorno de Marta Pascal. A pesar de contar con el aval de Artur Mas, Pascal estaba enfrentada a Jordi Turull y al propio Rull desde el momento en que se constituyó el PDeCAT y después de que ella “derrotara” a la vieja guardia con la ayuda subterránea de David Madí. Se equivocará quien piense que Marc Guerrero protagonizó la espectacular intervención inicial con la que destruyó los planes de un congreso fundacional del PDeCAT que se preveía plácido. Madí y Guerrero son de la misma cuerda. Madí es un hombre a quien gusta la penumbra, emulando al ministro de Tony Blair, Peter Mandelson, al que apodaban “the Prince of Darkness” y “the Sultan of Spin”. Ambos apodos son pertinentes, aunque Madí siempre fue más cauto que el político inglés. Ha visto cómo se hundían muchos barcos mientras huía a todo trapo con una Zodiac. El 21-D, el peso de los postconvergentes era mínimo. Elsa Artadi se había dado de baja del PDeCAT antes de aceptar la oferta de Puigdemont para el 21-D. No digo que los postconvergentes fueran irrelevantes. Solo señalo que quedaron desbordados por la ilusión de los nuevos candidatos y de un entorno que provenía de espacios políticos muy variados. Además de personas vinculadas a CiU, la candidatura de Junts estaba integrada por antiguos militantes de ICV, de Nacionalistes d’Esquerra, del PSC, de los Verdes, de Reagrupament, de Esquerra, etc. La pluralidad ideológica y política era la gran riqueza de Junts, que se diferenciaba de ERC por el hecho de que había conseguido reunir a gente de derecha y de izquierda en un único proyecto independentista en torno al presidente depuesto.
Junts está llamado a ser el partido por la independencia si sabe resolver su crisis de liderazgo. Puigdemont ya no puede ser el líder orgánico
Durante mucho tiempo, la acción política de Junts fue la que ejecutaba el grupo parlamentario. Esto no gustaba al núcleo dirigente del PDeCAT en manos de una Marta Pascal cada vez más aguerrida e intransigente. Reclamaba protagonismo para su partido y, también, cuotas de poder. Se le dio pista y fue creciendo y creciendo hasta tener una agenda propia que ya no pudieron dominar los que aseguraban que la tenían controlada. Creyó que era una personalidad política con la misma relevancia que Carles Puigdemont. Se enfrentó a él con la ayuda inestimable de algunos barones de Artur Mas que recelaban de la creación de la Crida Nacional per la República. La Crida fue un “invento” afortunado cuya voluntad era congregar el entusiasmo del 1-O (en la convención fundacional de octubre de 2018 en Manresa se reunieron 5.000 personas sin que nadie organizara un solo autocar), pero que abortaron los mismos patrocinadores a instancias del PDeCAT. El arranque de la Crida fue una catarsis independentista que provocó el pánico en los estados mayores de los partidos tradicionales. En el congreso constituyente de la Crida, emergió de golpe una figura imprevista, Laura Borràs, que fue la dirigente más votada por la militancia. Borràs es una mujer empática, que tiene baraka, y una ambición que no le lleva a desfigurar la coherencia de su discurso político. Nació políticamente, por formularlo a su manera, el 1-O, pero de momento es el activo electoral más importante de Junts. Crida fue una estafa con todas las de la ley cuyo sacrificio tampoco sirvió para apaciguar las ansias de poder de un PDeCAT cada vez más escorado hacia la derecha. Es casi un chiste que las mismas personas que no querían integrarse en un proyecto con gente declaradamente de izquierdas y que siempre se quejaban de la dependencia del Govern de la CUP, fueran las que con el tiempo se apuntasen a la moción de censura que provocó la caída de Rajoy para encumbrar a Pedro Sánchez y prescindir del independentismo.
Alguien hizo creer interesadamente a Marta Pascal que era la dirigente del futuro. El mes de abril de 2020, Pascal abandonó el PDeCAT, después de dos años de discrepancias internas. Se lanzó a la piscina con vigor y abrigada por cuatro antiguos dirigentes (Carles Campuzano, Jordi Xuclà, Marta Pigem o Lluís Recoder), por el llamado Grupo de Poblet y por La Vanguardia, siempre atenta a dinamitar el independentismo. Al final resultó que la piscina estaba vacía y que el Partit Nacionalista Català que creó a posteriori no tuvo ningún recorrido. En especial después de que el PDeCAT de Àngels Chacón tomase la decisión de separarse de Junts. Una vez recuperados de la “marginación” del 21-D y neutralizada la Crida por obra y gracia de Jordi Sànchez, los postconvergentes recalcitrantes querían convertir Junts en lo que estaba programado que fuera el PDeCAT el 10 de julio de 2016, el día que nació traumáticamente el partido heredero de CDC. No lo consiguieron. Si en 2017 Junts per Catalunya nació para enfrentarse a las secuelas de las heridas posteriores al 1-O y a la aplicación del 155, en las elecciones de 2020 Junts se enfrentó electoralmente a los postconvergentes de verdad. Esos que ahora intentan reagruparse nuevamente para constituir un partido de derecha soberanista, que es la palabra que usan quienes ya descartan la independencia por utópica. Jaume Asens es de esa misma opinión y juega con esta palabra para sujetar a los postconvergentes (que tienen cuatro diputados en Cortes) a la mayoría parlamentaria de Pedro Sánchez. Los postconvergentes, junto con Esquerra, son los normalizadores que buscan los socialistas y los comunes para justificar una irreal agenda de reencuentro. A los de Junts les asiste la razón cuando acusan a la mesa de diálogo de ser una reunión de aliados.
Junts está llamado a ser el partido por la independencia si sabe resolver su crisis de liderazgo. Puigdemont ya no puede ser el líder orgánico. Su tarea es otra, menos partidista. Para resolver la sucesión, es necesario que Junts encuentre el equilibrio entre todos los sectores que pusieron en marcha el proyecto y la gente nueva que se ha incorporado a él, como el conseller Jaume Giró, que a sus 57 años tiene mucho campo para correr. Lo importante es que Junts sea realmente el partido semáforo que consiga casar la libertad individual con el bienestar colectivo, la sostenibilidad con el progreso, el activismo con la acción de gobierno. Los revolucionarios con corbata son más temibles y eficaces que los descamisados. Eso hace mucho tiempo que lo aprendieron los dirigentes del Sinn Féin, hasta el punto de conseguir que este año el partido, antes minoritario, se haya convertido en el más votado en los dos parlamentos de Irlanda, en el norte y en el sur. En el SNP, los trajes de color pastel de Nicola Sturgeon no han provocado que perdiera la mayoría ni sirven para diagnosticar que el parido sea de derechas por eso. Ni el Sinn Féin ni el SNP han necesitado renunciar a nada, y todavía menos a la política, por conseguir ser el pal de paller del independentismo irlandés y escocés. Lo que Junts necesita es acabar de cocer el partido con un liderazgo interior fuerte e integrador. Es necesario un pacto entre familias con el objetivo de recuperar todos los activos políticos que ha ido perdiendo por el camino a consecuencia de las batallas planteadas por un PDeCAT sediento de poder. Hay que volver al espíritu del 21-D con más madurez y menos golpes en la espinilla. Solo la democracia interna y la lealtad permitirán que Junts se recupere de su actual anemia para ser una alternativa a los republicanos y a los postconvergentes.