Hannah Arendt escribió un par de ensayos sobre la relación entre verdad y política. La editorial Página Indómita acaba de publicarlos de nuevo bajo el título Verdad y mentira en política. Son dos ensayos clásicos, el primero, escrito en los años sesenta, inspirado por las reacciones a su controvertido Eichmann en Jerusalén, y dedicado a la verdad, y el segundo, redactado a comienzos de los setenta, motivado por la publicación de los Papeles del Pentágono sobre la implicación de los EE.UU. en Vietnam y centrado en la mentira.
Arendt desconfiaba del papel de la verdad en la política debido a que consideraba que el espacio público era el lugar de la acción, que en su pensamiento es libre y contingente. Para Arendt, estos caracteres se oponen a los atributos de objetividad, firmeza y necesidad, implicados en la idea de verdad. Por esta razón Arendt estimaba que el lugar de la verdad debía ser ocupado por la opinión, que es el reflejo de los puntos de vista plurales de una sociedad, pero de ningún modo es el reflejo de la verdad. La opinión no es objetiva.
Arendt distinguió muy claramente entre opinión y verdad. Borrar la línea divisoria entre la verdad de hecho y la opinión es una de las muchas formas que la mentira puede asumir, y todas ellas son formas de acción. Lo estamos viendo ahora en cómo actúa el presidente Trump, a quien preocupa muy poco la veracidad de sus opiniones. Eso que se ha dado en llamar posverdad es sencillamente la mentira. Arendt identificó el fenómeno totalitario por su utilización sistemática de la mentira en la vida pública. Tomemos nota, pues.
A diferencia de otras formas de gobierno tiránicas, en las que la mentira, engaño u ocultamiento es una estrategia deliberada para mantener el statu quo o sacar provecho personal, la mentira totalitaria busca hacerse pasar por verdad. Y eso es otra cosa. Lo que se intuye últimamente es que el totalitarismo renace para combatir lo que molesta y a quienes osan poner en duda verdades inmutables. Lo sagrado en política es cosa de fundamentalistas y, como diría Arendt, en la naturaleza de la política está el “estar en guerra con la verdad”.
Como ya no vivimos en los años de los dos grandes totalitarismos, el comunismo y el fascismo, parece que estamos vacunados contra la enfermedad que los hizo resistentes a la democracia y, en especial, a la verdad, digamos, verdadera. Para el totalitarismo, las mentiras contienen un elemento de violencia, incluso aun siendo simbólica, pues es el “paso previo al asesinato”, a la eliminación del otro con la apariencia de la legalidad. Incluso los nazis recurrieron a la legalidad para exterminar a los colectivos que consideraban responsables de todo tipo de crímenes y perversiones. Judíos, gitanos, homosexuales, disidentes políticos, etc., podían ser condenados con argumentos legales. No importa si esa justicia era justa, simplemente era legal. Ese fue el dilema que Arendt plateó en su libro sobre Eichmann con el que escandalizó a medio mundo: “Él [Eichmann]cumplió con su deber [...]; no sólo obedeció las órdenes, sino que también obedeció a la ley”. La banalidad del mal empieza así.
El proceso judicial contra algunos líderes del independentismo catalán ha vuelto a poner sobre la mesa la cuestión de la verdad y la mentira en política. Viendo los argumentos de los fiscales, está claro qué es lo que se está juzgando, a pesar de que lo enmascaren con las típicas argucias procesales. ¿Se está dirimiendo la verdad en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña o en el Tribunal Supremo de Madrid? Es evidente que no, porque, para empezar, los culpables no niegan la intencionalidad política de sus actos. En ese sentido, e invirtiendo el título de un libro de Fernando Vallespín, publicado en 2012 y dedicado a las falsedades públicas, La mentira os hará libres, a Mas, Ortega, Rigau y Homs, “la verdad les hará libres”.
Puede que esos tribunales españoles, politizados hasta la extenuación, les condenen porque finalmente tengan en cuenta un mail o lo que sea para demostrar que el president y los consellers de la Generalitat desobedecieron la contingencia del Tribunal Constitucional de 4 de noviembre de 2014, pero eso será lo de menos, puesto que los jueces no podrán evitar, por decirlo con palabras de Vallespín, “la sospecha, la desconfianza hacia lo que se nos dice y se nos escenifica en el espacio público” y que mucha gente considere que todo eso está ligado a la mentira.
Los juicios de Barcelona y Madrid no buscan la verdad, sino todo lo contrario. Son una gran mentira. Arendt resumió con una bella metáfora lo que podría aplicarse a los jueces españoles: “Un centinela montaba guardia para advertir a la población en caso de que apareciese el enemigo. El hombre era amigo de las bromas, así que, para divertirse, dio una falsa voz de alarma. Sin embargo, después corrió a las murallas para defender la ciudad de los enemigos que él mismo había inventado. De ello se sigue que cuanto más éxito tenga un embustero y mayor sea el número de los convencidos, más probable es que acabe por creer sus propias mentiras”. El centinela puede llamarse Donald Trump, Mariano Rajoy o José Manuel Maza, el Fiscal General del Estado. Da igual. Lo que importa es la mentira transformada en verdad totalitaria.