Michael Ignatieff, un historiador canadiense brillante que fracasó estrepitosamente cuando se dedicó a la política, el 16 de octubre de 2013 publicó en The New York Times el artículo “Enemies vs. Adversaries”, dedicado a la política estadounidense de entonces y como consecuencia de las conclusiones que sacó después de estudiar durante años los horrores derivados de la fragmentación de la antigua Yugoslavia. Resumidamente, la tesis de quien fue líder del Partido Liberal y jefe de la Oposición Oficial canadiense entre 2008 y 2011 era muy sencilla. Lo que defendía es que para que las democracias funcionen, los políticos tienen que saber diferenciar entre lo que se considera un enemigo y un adversario: “Un adversario es alguien a quien quieres derrotar. Un enemigo es alguien que tienes que destruir”.
¿Qué son los independentistas catalanes para los poderes españoles, enemigos o adversarios? ¿Qué es el Rey cuando el 3-O pronuncia un discurso en la TV para amenazar a una parte de los ciudadanos de Catalunya? No me cabe ninguna duda. La política española ha convertido al independentismo catalán en el enemigo a abatir, a pesar de que durante los años de plomo de ETA los líderes de los partidos españoles se llenasen la boca con una frase que se ha demostrado que era completamente falsa, dado que no estaban dispuestos a cumplirla: “sin violencia se puede discutir de todo”. Menos de la independencia, claro está. No, no se puede discutir de todo. Los poderes del Estado han aplicado la represión sin pensarlo si quiera y, además, no han querido reconocer que lo han hecho por motivos políticos. Los consellers presos por lo que parece no son políticos. El poder se apropia de las palabras para chantajear a los presos políticos independentistas. Y ya se sabe que cuando el chantaje se convierte en una práctica política normalizada, la democracia, como escribe el propio Ignatieff, da un paso atrás y toma el camino hacia la parálisis permanente. El Estado está a punto de suspender la democracia en Catalunya y no parece que eso preocupe a quien, a pesar de las proclamas, querría ver decapitado a Torra y, ni que decir tiene, a Carles Puigdemont, el presidente depuesto por el 155. Los partidarios de la moderación —que es el eufemismo que utilizan los que quieren volver a vivir de defender la independencia y no de arriesgar para conseguirla— deberían estar muy preocupados por la arbitrariedad del Estado en el ejercicio del poder. El Estado persigue la destrucción total de la mayoría —incluso la destrucción personal de los líderes políticos— porque se sabe minoritario en Catalunya. Todavía no se ha escrito un libro para analizar la respuesta antidemocrática del Estado y sus redes de poder contra las pretensiones independentistas. Todo lo que se publica son análisis psiquiátricos —a menudo de quienes los escriben— sobre la supuesta irresponsabilidad de los independentistas que eligieron la unilateralidad, como si ese fuera el plan que diseñó Carles Viver y Pi-Sunyer y que se intentó aplicar. ¿Quién no estuvo dispuesto a negociar? Esa es la pregunta que deberían responder los que escriben sobre naufragios, ensayos fallidos y sobre héroes y traidores para referirse a un procés, que si algo ha demostrado es la fragilidad en España de los principios democráticos. Una vez más.
En la línea destructiva de la que estamos hablando, los días 25 y 26 de septiembre se celebrará el juicio contra el presidente Torra y así se cumplirá, por desgracia, la maldición que una buena parte de los presidentes de la Catalunya contemporánea han sido juzgados o se han visto obligados a exiliarse mientras ejercían el cargo. En todo caso, ninguno de ellos fue perseguido por no haber descolgado una pancarta —que finalmente retiraron los Mossos— en favor de los presos políticos y exiliados a instancia de la Junta Electoral Central (JEC), uno de esos organismos del Estado que de tan politizado como está no se sabe si, como también ocurre con el Consejo General del Poder Judicial o con el Tribunal Constitucional, es una sucursal de los partidos o un órgano técnico. La democracia española es así. Y de esta politización no se salva ni la Generalitat y las entidades que dependen de ella, para empezar la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (CCMA). Al final, toda la malla institucional estatal y autonómica del Régimen del 78 es idéntica en todas partes. Es por eso que los independentistas de verdad, quiero decir los que desean lograr la independencia y no vivir de reivindicarla, saben perfectamente que la futura República debería acabar con esas prácticas sectarias y partidistas, que también son, como ha quedado demostrado, corruptas.
[El independentismo] solo quiere vencer al Estado, derrotarlo, para liberarse de la opresión y salir de la prisión de pueblos que es España. Y para conseguirlo solo puede optar por mantener viva la confrontación con el Estado, a riesgo de sufrir otra vez la represión
La cuestión es, sin embargo, que Torra será juzgado por un delito de desobediencia y, subsidiariamente, por el de denegación de auxilio, según el instructor Carlos Ramos, quien consideró probado un “incumplimiento consciente el 11 y el 18 de marzo” de la orden de la JEC, a pesar de que Torra hubiera pedido más tiempo para decidir cómo debía proceder, puesto que anteriormente había solicitado un informe al Síndic de Greugues sobre la cuestión, cuyo contenido se hizo público el 20 de marzo conminándole a cumplir la orden. La Fiscalía pide para el presidente Torra un año y ocho meses de inhabilitación y 30.000 euros de multa, que Vox eleva a dos años de inhabilitación y 70.000 euros de multa. El calendario fijado por el TSJ hace coincidir la celebración del juicio con el debate de política general en el Parlamento. Esta coincidencia debería provocar un gran escándalo. Pero no ocurrirá nada. Los grupos de la oposición —y supongo que también la CUP, porque los cuperos ya no entendieron la trascendencia que tenía investir Jordi Turull antes de que fuera encarcelado en pleno debate de investidura— y los articulistas del régimen echaran la culpa de todo a Torra, a quien someten a una constante prueba de estrés. Todo el mundo quiere deshacerse de él, porque es un hombre que no encaja con la política tradicional, la del juego bajo mano, la de las transacciones inconfesables que han puesto contra las cuerdas la democracia. Es difícil que Torra se pliegue a la voluntad de “normalizar” la situación y, por lo tanto, hay que echarlo como sea. Los que sueñan con el triunfo de ERC para acabar con el procés son los mismos que aplican la represión o son cómplices de ella, que es peor.
El independentismo catalán, por lo menos el independentismo político, el que ya ha superado la dolencia infantil del extremismo y por eso se ha vuelto más peligroso a ojos del poder español, no tiene enemigos en el sentido que lo formuló Ignatieff en su artículo. No pretende destruir a nadie. Jamás mató, para expresarlo coloquialmente, ni una mosca. No ha organizados escraches, como hacía Ada Colau en sus buenos tiempos. No ha encarcelado a nadie, ni jamás ha arruinado económicamente a nadie, si descontamos lo hecho por la familia Pujol, que nos ha arruinado la vida a todos. Las metáforas belicosas son patrimonio de quien puso en marcha la represión sin atender a las demandas de diálogo que ofreció de buen comienzo el independentismo. La Revolució dels Somriures que Muriel Casals encarnó con un gran señorío, recibe a la vez las críticas de los moderados —de quienes ahora predican que el 1-O no se ganó nada— y de los híperventilados de toda la vida —que son los que siempre piden caña y nada les parece bien—. Está claro que el independentismo todavía no ha conseguido su objetivo: perdió una batalla, si nos ponemos metafóricos, pero no la guerra. Eso incluso lo reconoce el antiguo letrado mayor del Parlamento, Antoni Bayona, quien puede escribir lo que le plazca sobre la unilateralidad del procés, aunque sus argumentos serían más verosímiles si, en vez de machacar a los independentistas, denunciase la voluntad expresa del Estado de destruir al enemigo con la apariencia de defender la legalidad. Reclamar al independentismo que rectifique sin tener en cuenta este hecho es bastante cínico. Algunos actores de los últimos años —y él lo es— harían bien en dar menos lecciones después de haber contribuido a mantener el statu quo sin aportar nada de nada para superar el sistema desigual español que impide que una minoría nacional pueda decidir su futuro. El Estado intenta destruir sistemáticamente a los enemigos potenciales. El independentismo, no. Solo quiere vencer al Estado, derrotarlo, para liberarse de la opresión y salir de la prisión de pueblos que es España. Y para conseguirlo solo puede optar por mantener viva la confrontación con el Estado, a riesgo de sufrir otra vez la represión. Quedar paralizado y esperar a que la tormenta amaine seria como arriar las velas, que es otro de esos eufemismos lingüísticos que empleamos para evitar usar una palabra que ofende pero que todo el mundo conoce. Para hacerlo ya están los que llevan tiempo reorganizándose y tienen todo tipo de altavoces. Los independentistas deberían desconfiar de los supuestos aliados, si es que quieren conseguir derrotar de verdad al Estado —el adversario-enemigo—, y aprender, como escuché que decía la diputada Aurora Madaula, a gestionar los beneficios en vez de regalar los votos de investidura al represor.