Con tanto lagrimeo, sentimentalismo, consentimiento y narcisismo, fomentado por la política de hijo único que se autoimponen las clases medias, la cosa no podía acabar bien en absoluto. Yo lloro a menudo.
Me emociono con facilidad, en especial con películas o con algunas novelas. La música me emociona menos. Supongo que no tengo un buen oído. Pensé en esas cosas mientras leía el original del dietario de un amigo, un gran melómano que colecciona y restaura instrumentos de viento y de cuerda, que en una de las entradas confiesa que lleva años sin llorar y que para lograrlo le sería necesario rallar una cebolla. La confesión se debe a lo que explica en ese pasaje sobre la salida de tono de una de sus estudiantes que “escenificó” una exagerada indignación sobre la cuestión Israel-Palestina como respuesta a un ejemplo, que no revela, mientras él estaba interpretando la noción de masa en el siglo XX. El encontronazo debió de ser fuerte, no lo dudo, porque yo también he vivido momentos como ese en clase. El incidente le sirve a mi amigo para exponer qué piensa sobre la espontaneidad emocional de los milenials que han crecido a cobijo del culto al sentimentalismo, difundido desde los medios de comunicación, pero en especial por la televisión, y por la sobreprotección familiar de unos adolescentes que como todos los adolescentes no saben pedir perdón.
Los jóvenes de hoy en día son emocionales y no han sido educados a la manera clásica, como lo fue mi amigo, a partir de unos valores fuertes basados en contener las emociones. A mi amigo lo educaron “para ser un hombre como los de antaño”, escribe él mismo, cuando la valentía y la cobardía, y saber reconocer el vicio y la virtud, contaban tanto o más que la inteligencia. A mí no me educaron así, a pesar de que soy mayor que él. En realidad, no me educaron de ninguna forma. Fui encontrando la educación por el camino. Cuando tenía catorce años se murió mi madre y entonces pasé lo que, en términos emocionales, podríamos llamar “el gran miedo”. Lloré mucho, sin pensar si hacerlo afectaba a mi masculinidad, que es una de las mayores preocupaciones de los machos. Y me quedó el tic, por resumirlo de algún modo, de llorar cuando algo me llega muy adentro y dispara un rayo hasta el centro del tuétano. Es como darle a un interruptor. Estoy viendo una película, ni que sea de guerra, y en cuanto una escena me indigna, lloro y me caen unos lagrimones exagerados que intento disimular si estoy con alguien. Los entierros me ponen enfermo. Asisto a ellos por educación. Soy un sentimental, pero no lo soy hasta el punto de utilizar la pena o el dolor para suplir la falta de ideas. No soy como el candidato demócrata a la presidencia, Joe Biden, que explota la muerte de su primera mujer y de una hija en un accidente de coche, y la más reciente de su hijo Beau, para generar una empatía que no sabe provocar con sus propuestas políticas.
No sé si todos los indignados lloran, pero yo sí. Es lo primero que hago antes de pasar a la acción. Previamente a reaccionar, primero me entristezco. Me dirán ustedes que lo que ocurre es que quizás todavía estoy condicionado por la ansiedad narcisista del adolescente. O quizás es que no sé discernir entre el miedo y el temor. No estén tan seguros: no soy ningún bobalicón y, además, esta fase de la adolescencia, cuando el miedo es el gran protagonista mientras se proclama no temer ni a Dios ni al diablo, ya la tengo superada gracias a lo que la filósofa Martha C. Nussbaum denomina “momentos de confort y placer”, que son los que originan el amor y la gratitud, en un libro que les recomiendo: La monarquía del miedo. Una mirada filosófica a la crisis política actual (Paidós, 2019). Es más fácil tener miedo, sentirlo como lo sienten los que creen no tener futuro y actúan con aires de amenaza, que amar. Cuando yo era joven era una obligación leer un libro del psicoanalista y psicólogo social Erich Fromm, cuyo título es El arte de amar —publicado en inglés en 1956 y al cabo de diez años en catalán, que es la versión que leí— y que entonces nadie consideraba que fuera un ensayo de autoayuda. Si hoy van a una librería y buscan este libro lo encontrarán, precisamente, en la sección de autoayuda, o incluso en la de espiritualidad, junto a los grandes gurús de las soluciones mágicas ante las adversidades. Las preguntas que Fromm planteaba sobre el amor y sobre si el amor tenía que ser, o en realidad era, una experiencia compartida que requiere conocimiento, osadía y esfuerzo, eran tan importantes como desprendernos del miedo a ser libres y a tomar decisiones para rebelarnos contra el conformismo, que era la invitación que nos llegaba desde las páginas de otro libro de Fromm, El miedo a la libertad, publicado en 1941 y que servidor leyó por primera vez en 1968 en la colección “Llibres a l’abast”, de Edicions 62. Todavía lo conservo.
Cuando se ha olido la miseria, cuyo olor es tan intenso como el perfume del amor, es imposible no llorar ante el infortunio de los demás
Los libros de Fromm formaban parte de la educación sentimental y emocional de mi generación. Al mismo nivel que El lobo estepario de Hermann Hesse, la novela, publicada en 1927, sobre el misántropo escindido entre el hombre racional inclinado hacia el bien y el lobo salvaje y feroz que representa el inadaptado, aquel individuo que es capaz de andar por el infierno con un caminar, a veces angustiado y otros valiente, que le permita soportar la maldad hasta el final. No sé si fue porque tenía facilidad para llorar o bien porque me lo regaló una amiga —que todavía lo es y a quien amé con locura a pesar de que era la novia de un conocido mío—, que Las penas del joven Werther me conmovieron mucho más. Este es un libro plagado de escenas extremas que Goethe publicó en 1774. Entonces ya había quienes consideraron que esta novelita era una exaltación del suicidio, un mosaico kitsch con impostaciones románticas, sobre el amor imposible. Fue por eso que en la edición de 1775, la segunda, Goethe introdujo unos cuántos cambios para suavizar la brutalidad. La obsesión por la corrección política es algo viejo.
Werther se descerrajó un tiro con una pistola que pertenecía al marido de Lotte, la mujer bonita e inteligente a quien no pudo seducir a pesar de todos sus esfuerzos, como tampoco yo pude seducir a mi amiga. Entonces también lloré. Y supongo que maduré. Aprendí a imaginarme la vida del otro. Lo que los pedantes denominan alteridad, como si pensar en las circunstancias que viven otros que no somos nosotros fuera un ejercicio puramente filosófico. Cuando se ha olido la miseria, cuyo olor es tan intenso como el perfume del amor, es imposible no llorar ante el infortunio de los demás. El de los inmigrantes que vagan por el Mediterráneo sin que la UE actúe o el de los demócratas encarcelados injustamente por haber convocado un referéndum. Lo que he aprendido con los años es que después de llorar debemos convertir las lágrimas en misiles contra los que no lloran jamás. Contra los que no se indignan por nada. Atribuyen a Churchill la idea de que el éxito es la capacidad de ir de un fracaso a otro sin perder el entusiasmo. Lo comparto. Seguramente es por eso que servidor habría aplicado algo más de indulgencia que mi amigo ante la impertinencia de una alumna indignada que no se rinde al miedo. Al miedo tóxico del conservadurismo, que es lo que realmente provoca pánico.