Conocí a Artur Mas en enero de 2006. Fue a raíz de la publicación del artículo “Salvar los muebles” en el semanario El Temps, donde entonces servidor pergeñaba una columna. Puesto que debí ser el único articulista independentista que escribió a favor del pacto Mas-Rodríguez Zapatero, supongo que fue por ese motivo que recibí la llamada del líder de CiU mediante su jefe de prensa, Joan Maria Piqué. Recuerdo muy bien dónde estaba cuando sonó mi móvil. Estaba en mi despacho de Unescocat, el centro catalán para la Unesco, y todo el mundo sabía que yo me había identificado con la Esquerra Republicana de Josep Lluís Carod-Rovira hasta la constitución del primer tripartido en 2003.
La tesis de mi artículo era sencilla y, visto el resultado final, bastante ingenua. Ante el molesto ajetreo que había provocado la negociación del nuevo Estatut, creí que poner fin a las idas y venidas, a los tira y afloja, era la mejor opción. Dado que el nacionalismo españolista amenazaba, incluso en el seno del PSOE, con una torrentada devastadora, lo correcto era salvar los muebles, como se indicaba en el título del artículo, para no perderlo todo. No pudo ser, a pesar de la confianza depositada en el joven líder de los socialistas españoles. Yo confié en él, como antes lo había hecho Esquerra desde el balcón de la Generalitat. Al final todo el mundo —Mas, Carod y yo mismo y mucha otra gente— quedó decepcionado. Rodríguez Zapatero resultó ser un encantador de serpientes muy poco o nada resolutivo. Esa actitud mía por defender del Estatut y el gradualismo me comportó unos cuantos disgustos, el primero, una dolorosa puñalada, fue que desde los ambientes gubernamentales de Esquerra me forzaran a abandonar la dirección de Unescocat con el chantaje de cortarle la subvención que recibía. Todos los partidos son vengativos y sectarios, no es algo nuevo de hoy en día.
Repetir las mismas acciones que han fracasado anteriormente, aunque las hayan protagonizado otras personas, aboca al mismo resultado
Esquerra, en cuyo interior la oposición al Estatut de 2006 no era unánime, tenía razón en un aspecto. Artur Mas no debería haber pactado unilateralmente con el PSOE. La fotografía de Mas y Duran i Lleida en la puerta de La Moncloa celebrando el acuerdo con Rodríguez Zapatero era una humillación para los republicanos, que aun así eran aliados del PSC en Catalunya. La escena de amor sobrevenido de Mas también le perjudicó, como se constataría más adelante. Fue el primer error que cometió Mas, un político preparado para gobernar, pero prisionero del tacticismo que le aconsejaba el pinyol de su entorno. La gran lección de aquel mal pacto es bastante clara al cabo de los años. Cuando uno de los dos grandes partidos catalanistas (ahora autodefinidos independentistas) llegan a acuerdos en solitario con Madrid, quien pierde es Catalunya y la gobernabilidad del país. La actitud de Esquerra pidiendo votar en contra del Estatut recortado, además de sumarse a la manifestación del 18 de febrero organizada por la Plataforma por el Derecho a Decidir (PDD), provocó la salida del Govern de los republicanos y la convocatoria de elecciones anticipadas. A Mas la jugada no le sirvió para nada, porque se reeditó el tripartito, y la audacia de Esquerra se demostró que había sido también táctica, puesto que tuvo que sumarse a la mayoría encabezada por José Montilla en peores condiciones que cuando aupó a Pasqual Maragall hasta la presidencia de la Generalitat, a pesar de que las elecciones las hubiera ganado Artur Mas en número de escaños.
La vía gradualista inaugurada por Mas en 2006, y a la cual me sumé hasta el año 2013, tenía un pecado original, la “traición del pacto de La Moncloa”, que enervaba a la gente de Esquerra, entonces muy exaltada. Pero tenía una virtud para los votantes tradicionales de CiU, porque facilitó el tránsito de la base convergente —y en menor medida de Unió— del autonomismo al independentismo, aunque por otro lado ya estaba muy implicada en las secciones territoriales de las sucesivas organizaciones soberanistas de la sociedad civil o en las comisiones que fueron organizando las consultas populares de autodeterminación. Aquella fue la vía amplia de los convergentes que elevó al independentismo, y esto es irrefutable, hasta las cotas electorales actuales. Pero a medida que se ensanchaba la base, se estrechaba el camino del pacto con el Estado. El Estatut recortado en La Moncloa y en las Cortes fue más recortado por el Tribunal Constitucional, el pacto fiscal no se concretó jamás y la propuesta de concierto económico no superó el nivel de borrador. El gradualismo, por consiguiente, no superó la prueba del algodón ni con el PSOE ni con el PP. Gustará más o menos como se manejaron las cosas después, el 9-N y el 1-O, pero era la consecuencia del agotamiento del modelo pactista que el catalanismo había ido practicando desde 1885. El catalanismo autonomista murió entonces y fue sustituido por el soberanismo independentista.
Ahora se han intercambiado los papeles. Es Esquerra el partido que imita a Artur Mas. Pactó unilateralmente con Pedro Sánchez una mesa de diálogo a cambio de su investidura. No hubo, sin embargo, una fotografía tan solemne como la de Mas con Rodríguez Zapatero. Sánchez evitó dejarse fotografiar ni siquiera con Rufián, quien por otro lado no es el máximo dirigente de Esquerra. Eso ya debería haberles provocado sospechas sobre la debilidad de los acuerdos obtenidos. En política el ceremonial también cuenta. Es muy conocida la acotación de Karl Marx a la idea de Hegel que la historia de los grandes hechos y personajes se repite. El gran barbudo añadía a la afirmación de su paisano filósofo que, ciertamente, la historia se repite, pero “una vez como tragedia y la otra como farsa”. Puesto que Pere Aragonès debe de ser el primer candidato a la presidencia de la Generalitat que menciona a Marx en un discurso de investidura, estaría bien que tomara nota de esta acertada observación marxista ante el golpe de estado napoleónico del 18 Brumario. Repetir las mismas acciones que han fracasado anteriormente, aunque las hayan protagonizado otras personas, aboca al mismo resultado. Si no queremos llamarle farsa, llamémosle fracaso. Si el entorno intelectual de Esquerra relativiza el 1-O porque, como dijo Aragonès, “no se supo movilizar a los partidarios del no”, como si los 16.000 policías llegados a Catalunya para reprimir la democracia no fueran su garantía para invalidar el referéndum, la visión de Junts es que 150 años de fracasos invalidan volver al agotado gradualismo del viejo catalanismo autonomista. El estado español no se doblega fácilmente. Por eso es tan importante superar los traumas del pasado para acordar una estrategia común que evite que los actuales dirigentes de Esquerra y Junts repitan los errores de tantos años de intentar joderse entre ellos. O eso o que Junts reviente las negociaciones e invista a Aragonès en minoría. Un gobierno fruto de un mal acuerdo siempre será un mal gobierno.