En política las mentiras piadosas no existen. La mentira es, por lo general, un aserto completamente falso, hecho a consciencia, contra la verdad. La mentira piadosa, a pesar de ser también una afirmación falsa, tiene una intencionalidad benevolente. El objetivo de quien propaga una mentira, es, por lo que se ve, hacer más digerible una verdad. Ante un confesor, me indican quienes se confiesan con regularidad, la penitencia es diferente si el pecado es venial o mortal, piadoso o malintencionado. Para mí, la mentira es siempre mentida, incluso cuando se obvia la verdad con el silencio o con el ocultamiento de la verdad. Quizás soy muy intransigente, pero me resulta muy incómodo seguir confiando en alguien que se cree con el derecho de mentirme con cualquiera de las variantes.
Los políticos justifican sus mentiras piadosas con el argumento de que desean preservar la armonía de la sociedad y así evitar posibles riesgos para la seguridad nacional, para contener fricciones sociales innecesarias o bien, entre otras muchas justificaciones, para evitar los estallidos de revuelta. En política las mentiras piadosas no existen. La mentira en política siempre se emplea para preservar a quien la elabora y no para amortiguar los efectos que la verdad podría tener sobre la comunidad. Los políticos se creen con la potestad de administrar la verdad con la intención de engañar. No se trata solo de que falten a la verdad, es que con el artificio, con su comportamiento pérfido, pretenden distraer a la gente. Cuando la gente descubre la mentira, entonces la decepción se generaliza. Quién engaña decepciona las esperanzas de los demás. Y en política los “demás” son el conjunto de los ciudadanos.
En un breve libro que se acaba de publicar, el inteligente filólogo Albert Jané se inventa —que por eso también es literato— que el notario Vilamitjana escribía aforismos en los borradores de las escrituras que preparaba. Los hay que son jugosos y muy actuales. Nada más empezar, el dúo Vilamitjana-Jané suelta uno que ahora viene a cuento: “Se pueden disculpar los errores pero no las razones falsas con las que se quieren justificar”. En política, las razones falsas, las fake news, la mentira pura y dura o el engaño son sinónimos. Errar, equivocarse, no acertar aunque quieras, es humano, si bien cuando uno se equivoca porque se desvía de la verdad, moralmente, éticamente, es condenable. Es por eso que las administraciones públicas disponen de códigos éticos. No se piensen que sean muy antiguos. En junio de 2016, un acuerdo de Govern aprobó el Código de conducta de los altos cargos y personal directivo de la Administración de la Generalitat y de las entidades de su sector público, y otras medidas en materia de transparencia, grupos de interés y ética pública. En septiembre de 2017, un comité de expertos presentó una propuesta de código ético, en un sentido más general, para regular cuestiones “relacionados con los recursos empleados por los servidores públicos, el uso de la información, la relación y el trato con la ciudadanía, la relación con la esfera pública y los políticos, o la relación con los grupos de interés”. La casa sigue sin barrer. El gobierno español también ha legislado en este sentido, a pesar de que el Real Decreto 5/2015 se centra en el servidor público más que en los altos cargos y los políticos. El Ayuntamiento de Barcelona también dispone de un Código ético y de conducta, que entró en vigor a finales de septiembre de 2017, y que afecta a electos, eventuales y funcionarios.
Esta semana hemos podido constatar que la mentira en política es un pecado mortal que no se contiene con códigos. La alcaldesa de Barcelona no solo actuó arbitrariamente cuando decidió “montar” una farra en las azoteas de Barcelona, sino que mintió descaradamente al ocultar que en realidad el “concierto” costaba el doble de lo que dijo Jordi Martí, el gerente municipal y antiguo cabecilla del PSC en Barcelona. El coste total era de medio millón de euros. ¿Les aplicarán el código ético municipal? ¡No! ¿Por qué deberían hacerlo? ¿Ha dimitido alguien después de mentir tan descaradamente? ¡No! ¿Qué sentido tendría parecerse a Justin Trudeau o a Jacinda Ardern? No es cuestión de ideología, porque él es liberal y ella laborista, sino de algo más. La verdad requiere honradez.
Durante los años que fui director de la Escuela de Administración Pública, tuve que aguantar las miradas altivas de gente que en estos momentos está en el Ayuntamiento porque ellos eran más bondadosos, más éticos, y más transparentes que los independentistas, sospechosos por habitud. Mira por dónde, ahora resulta que la corrupción ética es el rabo que cuelga de los “progresistas” en Barcelona y en Madrid. En cualquier otro lugar del mundo, Colau ya habría dimitido o la presión pública la habría derrotado. ¿Qué piensan ustedes que ocurrirá después de que la CNN haya revelado que Pedro Sánchez se inventó un ranking, nada más y nada menos que de la de John Hopkins University, para “transformar” la verdad? No va a ocurrir nada. “En boca de mentiroso, la verdad es sospechosa”, sostiene un refrán en catalán que tiene forma de aforismo. Algunos políticos son los peores enemigos de la política.