“Si hoy no protegéis las instituciones que defienden a las minorías, mañana el blanco de los ataques seréis vosotros”. Esta es la conclusión, pletórica de sentido común, que sostienen un montón de analistas después de la repentina revocación de la autonomía de Jammu y Cachemira. Lo focalizan en Cachemira pero podrían defender lo mismo hablando de todas las minorías del mundo, incluida la catalana. La destrucción de las garantías constitucionales que se pactaron en un momento histórico para conseguir la paz, la democracia y la protección de la diversidad religiosa o nacional es un virus que está poniendo en peligro los derechos logrados con mucho de esfuerzo. Hay ejemplos, como el de Cachemira, o en otro tiempo el de los armenios o Palestina, que han hecho correr ríos de tinta. No es tanto que la minoría armenia, cachemira o los palestinos interesen mucho a los analistas eurocéntricos, que son la mayoría, como que los analistas occidentales temen los efectos colaterales que provoca la agitación en unas geografías que desestabilizan el equilibrio mundial. La respuesta a la indiferencia no puede ser jamás la lágrima fácil.
Durante la Guerra Fría, la coexistencia pacífica era más llevadera. Bastaba con recurrir al chiste del dentista para garantizar la paz y atajar la amenaza nuclear entre la URSS y los EE. UU. Los soviéticos y los estadunidenses se tenían agarrados por donde duele, y el resto del planeta estaba con los unos o con los otros, fueran o no fueran realmente de los unos o de los otros. El congoleño Patrice Lumumba era un dirigente nacionalista africano, uno de los más reputados del África negra, que según Ludo de Witte fue asesinado por órdenes de la CIA. Lo explica con todo tipo de detalles en El asesinato de Lumumba (Editorial Crítica, 2002). Lumumba no era comunista pero buscó la ayuda soviética y eso le convirtió en sospechoso. Después del asesinato, en enero de 1961, la URSS bautizó con su nombre la antigua Universidad Rusa de la Amistad entre los Pueblos, inaugurada un año antes. Todo cuadraba. Aquel homenaje soviético a Lumumba era la prueba de que detrás del nacionalista congoleño se escondía un comunista. El general golpista Mobutu era, en cambio, el hombre de Washington y de su presidente Dwight D. Eisenhower, el mismo que dio alas a Franco en 1953 y nos “regaló” otros tantos años de dictadura. El KGB era la peste, pero la CIA también.
La democracia se va debilitando en todas partes porque está diluyéndose el pensamiento democrático. La ideología
Así pues, el pasado no es garantía alguna de bondad. Hay un montón de ejemplos que lo desmienten. El terrorismo es hoy tan incontrolable como las guerras de descolonización propias del siglo XX. El terrorismo global, que es capaz de matar aportando el propio sacrificio, seguramente ha ampliado el dramatismo de la muerte en directo. Las imágenes de la gente que saltaba por las ventanas el 11-S son difíciles de borrar. Don DeLillo escribió una espectacular novela, El hombre del salto (Seix-Barral, 2008), que los entendidos aseguran que es una de las mejores que ha escrito este novelista y ensayista, y con la que especula con la teoría de la conspiración, explota las angustias y da rienda suelta a unos cuantos estereotipos sobre la devastación y la tragedia vivida con la inclusión de una performance que recrea el hombre del salto que aparece en la portada del libro, símbolo del fin trágico de quienes “lo éramos todo” y “nos creíamos dioses”. Quién haya leído los escritos políticos de DeLillo sabe hasta qué punto es anticomunista, quizás no tanto como lo era su colega Saul Bellow. El autor de Herzog (Debolsillo, 2011), una novela autobiográfica que Bellow publicó en 1964, pertenecía a la redacción de Survey, la revista patrocinada por el Congreso por la Libertad de la Cultura, la misma entidad que estaba detrás del denominado “Contubernio de Múnich” que oficialmente organizó el Movimiento Europeo, y al Comité sobre Pensamiento Social, una organismo de la Universidad de Chicago dedicado a becar, sobre todo, a disidentes de la Europa del Este, y a la que també pertenecieron Hannah Arendt, Mircea Eliade, Leszek Kolakowski, Friedrich Hayek o T.S. Eliot. Un elenco de pensadores nada políticamente correctos a pesar de que no eran unos “progres”.
La democracia se va debilitando en todas partes porque está diluyéndose el pensamiento democrático. La ideología. Incluso los más acérrimos defensores del capitalismo sueñan en copiar el modelo chino. Es por eso que los supuestos abanderados de la libertad solo apoyan parcialmente las protestas del movimiento demócrata de Hong Kong o a la resistencia del Cachemira ante la arbitraria supresión de la autonomía por parte de los ultranacionalistas hindúes que gobiernan la Unión India. Amnistía Internacional lanzó a través de las redes sociales algunos videos para denunciar las cargas policiales en el aeropuerto de Hong Kong. Ya nos habría gustado que Amnistía Internacional hubiera hecho lo mismo con la represión, previa ocupación, de la Guardia Civil española el 1-O. El eurocentrismo, que es uno de los grandes males que está destruido la democracia, parece que también provoca que la solidaridad sea selectiva. Tengo un amigo que me anunció: en 1975 me hice socio de Amnistía Internacional, en 2017 me di de baja. No es solo Trump quien da miedo. Además, el progreso de la sociedad no puede basarse esencialmente en el miedo, que es la forma como el autoritarismo ha entendido —en el pasado y ahora— el ejercicio del poder.