La noche que la bandera española desapareció de la azotea del Palau de la Generalitat durante 13 minutos, un hombre menudo, mayor que yo, me preguntó si servidor era quien escribía en El Nacional. Me dijo que era de Sabadell y que se había trasladado a Barcelona con unos amigos para defender al presidente Torra. Charlamos un buen rato y me dijo que me había reconocido por el dibujo que acompaña mis artículos. El último, “Investir al carcelero”, lo había recibido a través del grupo de Whatsapp de su pandilla. Hablaba en castellano porque, como me dijo, cuando llegó a Catalunya, a los 14 años, en el drapaire sabadellense donde trabajaba todo el mundo conversaba con él en castellano y ahora el catalán aún se le resiste. ¡Un trabajador del textil! No se lo pregunté, pero me dio la impresión de que aquel hombre era un viejo combatiente antifranquista, vinculado, seguramente, a CCOO y al PSUC. Mi historia familiar es otra, si bien políticamente debía de coincidir con este hombre en la década del 70 —yo también milité en el PSUC—, tanto como en la actualidad, cuando ambos reclamamos juntos la libertad de los presos políticos y defendemos la institución presidencial catalana. Pensé que éramos dos patriotas entre patriotas.
Quien quiera ganar el futuro necesita un plan. Sin este plan, que no es otra cosa que la estrategia, es imposible lograr algún objetivo, el fin de cualquier causa. Las causas justas son simples representaciones idealistas del futuro y por eso no pasan de ser una teoría. La bondad de una causa no garantiza su éxito, sobre todo si los que la atacan son prisioneros de sus prejuicios. El independentismo nunca ha tenido un plan, a parte de perseguir el “sueño justo” con ansiedad y angustia, y de tener que enfrentarse a las ideas preconcebidas del izquierdismo jacobino. No cabe duda de que la autodeterminación es un derecho universal, pero en el contexto español, y mientras el Estado no esté muy debilitado, es una quimera pensar que podrá ejercerse mediante un acuerdo. La democracia española no está lo bastante desarrollada para resolver pacíficamente un conflicto como el actual y, además, considera a los catalanes unos ricos avaros que quieren marcharse por egoísmo. Los socialistas no son mejores que la derecha extrema española. Al contrario, han demostrado que incluso la izquierda es incapaz de ofrecer ninguna alternativa que no se apoye en un nacionalismo xenófobo impresionante. El nuevo ministro de Cultura es un ejemplo de ello.
Puesto que estoy envejeciendo, prefiero refugiarme en los clásicos que “perder” el tiempo con lecturas de moda. Pero la sociedad de la información facilita que reciba el impacto de un libro, de una conferencia o de lo que sea. No he leído ningún libro de Thomas Piketty, lo confieso. Y solo he hojeado algún ejemplar de las obras del famoso filósofo Slavoj Žižek. Siempre que quiero recuperar el debate sobre la desigualdad o el papel de la ideología, vuelvo a Marx, que en muchos aspectos es imbatible, como también lo fue el aristócrata Thomas Jefferson al redactar la Declaración de Independencia de los EE. UU. (1776) y al defender la necesaria separación entre la Iglesia y el Estado (1802). Piketty pasó por Barcelona y volvió a demostrar que, probablemente, sea un sabio pero bastante mal informado. No soy de los que piensan —y escriben— que el independentismo debe estar haciendo algo mal si no puede convencer a una eminencia como Piketty. Muchos de los científicos sociales avezados a lanzar teorías en el vacío desconocen la historia. Los detalles les importan poco, más bien les molestan. A los historiadores, en cambio, no nos gustan las teorías metahistóricas, porque sabemos que la humanidad evoluciona desde la complejidad y no como si fuera un producto de laboratorio. El problema es cuando los llamados “científicos sociales” emiten opiniones sobre la historia.
Si la historia del catalanismo se desconoce en el mundo es porque no hemos diseñado una política de traducciones de libros de historia como debería ser
Volver a explicar la causa justa a un economista como Piketty me parece inútil, porque, por lo que he leído, tiene un mentalidad jacobina muy propia de su nacionalidad e ideología. Atreverse a preguntar a los independentistas si son solidarios es desconocer palmariamente la historia de Catalunya y del catalanismo. Es desconocer la historia del patriota sabadellense que estaba en la plaza San Jaime conmigo, mezclado con personas de todo tipo, menos con los ricos que invitaron a Piketty al Palau Macaya, quienes no estaban allí. Pero en este punto sí que hay que hacerse una gran autocrítica. Si la historia del catalanismo se desconoce en el mundo es porque no hemos diseñado una política de traducciones de libros de historia como debería ser. Con Piketty pagamos la pena de no haber traducido los libros de Josep Termes sobre el catalanismo popular a varios idiomas.
Todas las culturas nacionales minoritarias, como la sueca, a la que también presta atención Piketty en su libro, han invertido muchos esfuerzos para traducir al inglés no solo novelas. Nosotros, no. Comprensiblemente obsesionados por la supervivencia de la lengua catalana, que a diferencia del sueco no tiene un Estado que la proteja, hemos abandonado el diálogo intelectual con el exterior. Hemos perdido la batalla de la humanidades sin librarla. El mundo no nos comprende porque no nos explicamos. La culpa es de los responsables gubernamentales catalanes del sector universitario, a quienes las humanidades les importan un comino. Si en Catalunya el número de ricos superara los dos millones, que es el número de votantes independentistas, entonces es que viviríamos en otro mundo. En un paraíso imposible. El independentismo no es un movimiento de ricos, porque, como me dijo el obrero de Sabadell, denunciar el déficit fiscal no nos convierte en ricos, simplemente nos empuja a ser solidarios con nosotros mismos, con la población desfavorecida que no podemos atender correctamente. La dependencia mata. El independentismo necesita un plan, ligado al presente pero sostenido por la historia, cuyo objetivo sea ganar el futuro para nuestros nietos.