Antoni Puigverd es un nostálgico. Días atrás publicó el artículo “La espiga del reencuentro”, un ejemplo de pe a pa de añoranza. La herida de Puigverd le lleva a recordar a menudo que el catalanismo que él defiende ha dejado de ser central y ha sido sustituido, “forzando obscenamente el lenguaje”, por las palabras dicotómicas “unionistas y soberanistas”. ¿Cuál es la ofensa? Dice el catedrático de Orientación Psicopedagógica de la UB, Rafael Bisquerra, en su libro Política y emoción (Pirámide, 2017) que “se tiene que sensibilizar a la clase política, a los analistas políticos, a los investigadores en ciencias políticas y sociales, y a la sociedad en general sobre el peso que adquieren las emociones en los procesos políticos, en el voto individual, y en el contagio de climas emocionales políticos tóxicos”. Al fin y al cabo, las campañas electorales, los debates políticos, los conflictos, las protestas, los cambios políticos e incluso las reacciones durante las noches electorales, van acompañadas de todo tipo de emociones. La política, pues, vive de emociones, a pesar de que los malos políticos muchas veces lo disimulen. “Sólo puede ser presidente alguien que desea, aprecia y quiere” —soltó François Miterrand en plena campaña electoral—. Con la ideología no basta. Y con la teoría tampoco. Es imprescindible hacerse cargo del estado de ánimo de los demás. De los que piensan diferente. Reconocer la alteridad es una necesidad, porque es aquél “nosotros” que nos define. Y cada cual se define a sí mismo como quiere o como puede.
Puigverd es un analista sentimental. Lo ha sido siempre. No cabe reprochárselo. Su condición de catalán del norte, quiero decir de bajo ampurdanés, le marca de tal modo, que a veces interpreta la política en términos geográficos. En el artículo que comento lo reitera (si alguna vez desaparecía Catalunya, “podría recrearse a partir de la excepción ampurdanesa”), sin tener en cuenta que algunos barrios de Figueres, la capital del Alt Empordà, son una réplica del Raval de Barcelona. Catalunya ya no es aquel oasis novecentista que consideraba charnegos a los pistoleros de la FAI, como si uno de los “reyes de la pistola obrera”, Joan Garcia Oliver, no hubiese nacido en Reus y tuviera raíces valencianas. A Puigverd le duele la pérdida de influencia del catalanismo clásico precisamente porque no ha entendido que “la excepción ampurdanesa” ya sólo adquiere forma en la mollera de gente como Jaume Collboni, uno de los que todavía cree que los payeses son el humus del carlismo y que confunde el requesón de Fonteta con dátiles de Egipto. La Catalunya-ciudad es hoy más real que nunca. “Si en la nación hay sentimentalidad, en la ciudad hay pensamiento”, escribía Gabriel Alomar en El Poble Català en 1926 para reclamar la fusión del mar y la montaña, si se me permite resumirlo de este modo. La síntesis es el país de hoy en día, moderno y sentimental a la vez. Es Quimi Portet y Pablo Hasél. Es el Museo Dalí y el MACBA. Lo excepcional no existe. Ni la Vall d’Aran ya no es una isla, a pesar de lo que se tarda en llegar.
Ningún país tiene futuro si se desnuda de la pasión y la emoción. Catalunya ha cambiado, sencillamente, porque el nacionalismo ha sido el motor de la modernidad. Como también lo es el soberanismo. Toda la caspa se concentra en los hombros del españolismo. Y si el país ha cambiado, socialmente y políticamente, es normal que se hayan alterado las palabras para designar lo nuevo que nos pasa. Eso es lo que más ofende a Puigverd. Las palabras. ¿Defender la unidad de España, aunque sea con una forma federal, convierte en unionista a quien lo hace? No tengo ninguna duda sobre ello. En este sentido, Puigverd es unionista. El problema es que él se lo toma como un insulto y no como lo que es: una descripción. Y se niega a diferenciar entre unionismo y españolismo. ¿Se puede ser unionista y catalanista? ¡Claro que sí! El catalanismo es una corriente política que traía incorporado el unionismo desde los orígenes. Es parte de su genética, como también lo era el nacionalismo. El catalanismo, como observaba el maestro Termes, fue antes nacionalista que regionalista. Esa es la trampa que se autoimpone el amigo Puigverd cuando apunta que el catalanismo nació para unir, para reunir: para reunir catalanes de culturas diversas y de orígenes variados en una sola comunidad cívica que quiere ser reconocida como tal dentro de España. Todo eso es verdad. Tan verdad como que el catalanismo nació como un movimiento que reclamaba el reconocimiento de la nación catalana.
Si antes no se empleaban las palabras “unionista” y “soberanista”, es porque nunca como ahora se había producido una adhesión tan masiva a favor, primero, del derecho a decidir, y desde hace unos años directamente de la independencia
El catalanismo despojado del nacionalismo es como el pan sin harina. “Catalanismo es nacionalismo” (17/02/2000), este era el título de un artículo que publiqué en La Vanguardia para replicar los argumentos que Ernest Lluch había expuesto en otra pieza publicada en el mismo diario: “Nacionalismo y catalanismo” (10/02/2000). Lluch, como Puigverd, daba a la palabra catalanismo solamente el sentido, digamos, de corriente política regeneracionista. El proyecto español del catalanismo, el imperialismo de Prat de la Riba que diseccionó Enric Ucelay Da Cal, vino después de la afirmación nacionalista del mismo Prat. El “doble patriotismo” del catalanismo, que Josep M. Fradera o Joan-Lluís Marfany presentan como si fuera una rareza, en realidad ha sido la norma hasta que el soberanismo cortó las amarras. La participación catalana, y específicamente del catalanismo, en el nacionalismo estatista español fue indudablemente sincera hasta tiempos recientes. Pujol fue el último bastión. Otra cosa es averiguar cómo fue recibido este esfuerzo desde “el otro lado del muro”. Cuando en una conversación un español te pregunta, sin ruborizarse, si hablas catalán para joderlo, es que estamos lejos del reconocimiento. La alteridad no ha penetrado en la piel de quien te plantea una pregunta directamente xenófoba.
El soberanismo ha cometido muchos errores. Muchos. Pero el mejor de sus aciertos es haber sustituido las palabras que antes servían para designar una realidad política por otras que sirvan para poner nombre a los bandos que se enfrentan desde hace una década. El unionismo reúne a los nacionalistas españoles y los catalanistas en una misma causa, que es perpetuar el vínculo de Catalunya con España. A mí me parece una alianza imposible, pero ese es su problema. Los soberanistas son, por su parte, los separatistas de toda la vida que, como se define en todos los manuales de ciencia política, “luchan por separarse del Estado al que pertenecen, sea para obtener la independencia o para formar parte de otro Estado”. Así de simple. Y si antes no se empleaban las palabras “unionista” y “soberanista” para designar a los partidarios de mantener la unión con España y a los que querían separarse de ella, es porque nunca como ahora se había producido una adhesión tan masiva a favor, primero, del derecho a decidir, y desde hace unos años directamente de la independencia. Las palabras no son obscenas si consiguen representar lo que condensan. La obscenidad es, en todo caso, dedicarse por completo al ejercicio de autocomplacencia.