Vivir confinado es una condena. La mayoría de la gente lo ve así. Lo comento con un amigo y me responde con una reflexión de Pascal, el matemático del siglo XVII, no se confundan, que como muchos científicos de su tiempo se convirtió en filósofo. En 2019, Gabriel Albiach reeditó Pensamientos, un libro que Pascal no escribió nunca pero que en 1670 recogió fragmentos del legado que el filósofo francés, retornado al cristianismo, dejó esparcidos antes de morir. Uno de los pensamientos más conocidos es aquel sobre la capacidad o no de los humanos de estar solos: “Todas las desdichas de los hombres vienen de una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación”. Ciertamente, a la gente le cuesta estar sola, sentir el latido del corazón en medio del silencio. La introspección nos convierte más en hipocondríacos que en personas lúcidas. No sabemos estar solos ni sabemos callar, que es la principal virtud de la sabiduría. Los sabios muy a menudo callan, los tontos rompen el silencio y se pasan el día haciendo predicciones que, si no se cumplen, tanto da, porque ellos escribirán una nueva teoría para justificar por qué tenían razón a pesar de no haber acertado.
Mi amigo, que nació en los EE.UU. y es poeta en catalán e inglés, me envía una segunda frase, esta vez de un filósofo autocrítico e inseguro, a pesar de la fama mundial que le llegó posmortem. Decía Franz Kafka que “no necesitas salir de tu habitación” para conocer el mundo. Kafka no contradecía a Pascal, más bien reforzaba la tesis de que quien no sabe estar solo no sabe comprender lo que está por venir: “Quédate sentado en la mesa y escucha. No, no escuches, solo espera, callado, quieto y solitario. Entonces el mundo se te ofrecerá para ser desenmascarado”. El silencio es la virtud esencial de quien piensa, de quien quiere llegar al conocimiento mediante el diálogo con él mismo, y no para guardar una virtud espiritual. Supongo que para los creyentes el silencio también debe de ser una virtud, pero hablo de una virtud más universal: la del silencio como una forma de modestia y de hacerle un favor a la humanidad cuando se mantiene la boca cerrada. Tantas teorías empalagan. Por eso he seguido el consejo de Kafka y espero en solitario poder desenmascarar el mundo. Cuando menos, el mundo de los impostores, de los doctrinarios, que piensan que pueden predecir el futuro y acertarla siempre. Hay quién vive con miedo de perder lo que cree poseer y no entiende que el silencio es el altavoz de una posesión máxima: la libertad.
Vivimos cara al futuro, pero nos explicamos mirando atrás, excavando en el túnel de la vida, buscando los silencios que nos han hecho como somos
No existe persona más aburrida que aquella que habla escuchándose y que a cada frase dice que él es el que sabe más de casi todo. No es una caricatura. He asistido a un montón de cenas y comidas donde siempre hay un comensal que da lecciones a todo el mundo con su gran “perspicacia”. Habla tanto, que no oye nunca a nadie. Ni siquiera es capaz de oír su voz cuando se desmiente a sí mismo a la comida siguiente. Si se estuviera un rato en silencio quizás recibiría el mensaje que le están proporcionando los otros comensales, más sutiles que él, porque son menos ególatras y más listos. La perspectiva de género también cuenta, porque las mujeres están criadas en el silencio desde la niñez. El silencio, cuando somos pequeños, se impone a las niñas y el alboroto se elogia en los niños, que crecen tras una pelota. Personalmente, temo más el silencio que los insultos. Los tontos insultan, los sabios te condenan con su silencio. El silencio es más contundente que el insulto. Y eso las mujeres lo saben.
Cuando enseñaba historiografía en la facultad, cada año empezaba el curso con una observación del gran Søren Kierkegaard, el filósofo de la angustia y el subjetivismo: “La vida solo se puede comprender mirando hacia atrás, pero solo se puede vivir mirando hacia delante”. Es una muy buena definición de para que sirve la historia. Vivimos cara al futuro, pero nos explicamos mirando atrás, excavando en el túnel de la vida, buscando los silencios que nos han hecho como somos. Descubrir los silencios es revelar la vida sepultada sin necesidad de recurrir al péndulo del profesor Tornasol, aquel personaje de las aventuras de Tintín cuyo itinerario le llevó de ser un pequeño inventor para concursos Lépine a convertirse en un físico nuclear. De la buhardilla, con la cama abatible y la máquina para cepillar la ropa, pasó al laboratorio atómico. No acertaba jamás, como tampoco aciertan los que ahora predicen el futuro y llenan el confinamiento de la buena gente con el ruido de sus obsesiones. Hay que saber guardar silencio.