1. Democracias sin demócratas. En un artículo de 1997, Fareed Zakaria se preguntaba por qué la mayoría de los analistas estaban preocupados por el futuro de la democracia si 118, de los 193 estados del mundo de entonces, eran considerados democracias plenas. Resumía la respuesta con una observación muy aguda del diplomático estadounidense, ya desaparecido, Richard Holbrooke. Según el negociador de los acuerdos de paz de Dayton, el problema era la perversión de los políticos. Como se había podido constatar en las elecciones de septiembre de 1996 en Bosnia, qué importancia tenía declarar que las elecciones serían libres y justas si los elegidos eran “racistas, fascistas, separatistas que se oponen públicamente a [la paz y a la reintegración]. Este es el dilema”. Han transcurrido veinticinco años y la preocupación por el estado de la democracia se ha incrementado. En el informe del International Institute for Democracy and Electoral Assistance, The Global State of Democracy 2021, se señala que solo 23 estados pueden considerarse democracias plenas. Sin embargo, la inclusión de España en esa lista, aunque en penúltima posición, permite pensar que el drama debe de ser mucho mayor. Muchos estados celebran elecciones, pero la conculcación de los derechos políticos, el auge de la extrema derecha o la aplicación directamente de la represión, demuestran que la expansión de lo que Zakaria denominó democracias iliberales no tiene freno. La democracia está en riesgo.
La inhabilitación, cuando dispones de una justicia corrompida a tu favor, es el arma de la que disponen los demócratas iliberales para deshacerse de la oposición
2. Degradación de la democracia. La maniobras de algunos gobernadores de los EE.UU. para limitar el derecho de voto de las minorías es un ejemplo preocupante del ocaso de las democracias consolidadas. Los políticos se han convertido en una de las grandes preocupaciones de la ciudadanía en todo el mundo. No es una buena noticia, que se repite aquí y allí. Cuando la política se degrada y desagrada a los ciudadanos, entonces es cuando triunfan los políticos desalmados a los que se refería Holbrooke. Al final, la extrema derecha disimula y es peor que los políticos a los que aspira sustituir. Esta semana se ha podido constatar hasta qué punto la política española es un vodevil que corrompe la democracia. Un diputado del PP yerra en el voto telemático —a pesar de que es difícil equivocarse porque debe confirmar el sentido de su voto dos veces— y acude a los tribunales para tapar su inutilidad. Contra pronóstico, el decreto de convalidación de la contrarreforma laboral se pudo aprobar gracias a su misterioso error. El Gobierno se sirvió del error y celebró una victoria pírrica, cuando posiblemente lo suyo hubiera sido aceptar repetir la votación. La democracia habría salido ganando. Los aprovechados no son mejores que el torpe diputado. Como tampoco lo son los dos diputados de UPN, que lo son porque el partido los designó, y ahora no quieren seguir las directrices del 80% del consejo político de UPN. Aunque ya sabemos que legalmente un diputado es “amo” de su escaño, tal como se confeccionan las listas, el amo de verdad es el partido porque las listas son cerradas. El transfuguismo también ensucia la democracia.
3. La democracia es claridad. Arrebatar el escaño de un diputado por no retirar una pancarta o por tener colgado un lazo amarillo en su despacho es grave. En vez de escandalizarse por ese atropello, aquí muchos comentaristas han criticado que Torra o Juvillà se dejaran inhabilitar por obstinarse en mantener la dignidad. Se puede criticar si, visto el resultado, convenía o no sostener una posición numantina que llevaba escrita cómo acabaría. Lo importante no es eso, sino que en el estado español se retira el escaño de un político que ha sido elegido democráticamente precisamente porque defendía cosas como esa. La inhabilitación, cuando dispones de una justicia corrompida a tu favor, es el arma de la que disponen los demócratas iliberales para deshacerse de la oposición. Lo argumentan con tecnicismos jurídicos, con la proclamación de que actúan según la ley, pero el único objetivo es eliminar al otro. La inmolación era una práctica de los monjes budistas que no tuvo consecuencias políticas. Aunque por los menos aquellas llamas ofrecían luz. La respuesta de los demócratas de verdad a la bronca impuesta por los iliberales tiene que ser la claridad. Explicar las cosas tal como son. Confiar en el pueblo y en los electores. Cada palabra tiene que superar la prueba del polígrafo, la máquina de la verdad. Y eso vale para todo el mundo: se llame Laura Borràs, Carles Riera, Carme Forcadell o bien Jordi Sànchez. Jamás volveremos a hacer nada si, como están reconociéndolo ahora, algunos dirigentes del 1-O declaran que se pusieron al frente de aquel sarao para “renegociar con el estado una ampliación del autogobierno mutilado por el Tribunal Constitucional”. Si ese era el plan, el camino hacia la independencia está cortado.