La historia política se construye en base a ficciones. Es por eso que la política tiene hoy poco prestigio. O expuesto con mayor precisión, los políticos tradicionales van perdiendo la credibilidad ante una generación de nuevos políticos, especialmente mujeres, que no están dispuestos a seguir con las formas y las prácticas de los políticos tradicionales. Los que celebran la aparición en los EE. UU. de jóvenes promesas como Alexandria Ocasio-Cortez, deberían celebrar de que en Catalunya el proceso haya propiciado la entrada en política de personas que no tenían pensado hacerlo. Responden al mismo patrón que Ocasio-Cortez. No es una generación compacta, porque, como se puede constatar entre los políticos de todas partes, en una misma generación unos individuos todavía creen que pertenecen a la “clase política” tal como la definió Gaetano Mosca y otros rechazan la idea de pertenecer a una élite política dotada de cohesión, conciencia de clase y homogeneidad social. Y es que una cosa es querer controlar el poder o al menos intentarlo para implantar una política y otra buscar perpetuarse en él. En eso radica la diferencia entre la nueva y la vieja política y no en qué unos sean políticos y los otros antipolíticos o que unos sean jóvenes y otros ancianos. Este reduccionismo es un simplismo.
Los partidarios de que nada cambie se sienten cómodos con una clase política dominante y, por lo tanto, previsible, que los invita a comer en un salón privado o en las mismas dependencias del gobierno. Los conservadores sienten pánico ante los momentos de desconcierto, producidos por crisis profundas como la que se ha vivido en Catalunya en la última década. Reclaman certidumbres, relatos políticos tranquilizadores, para seguir con la ficción de siempre, cuando las palabras sustituían a la acción y la autonomía era una carcasa que sirvió para dar trabajo a los militantes de los partidos. Es por eso que este conservadurismo —muy extendido entre los unionistas pero también entre el independentismo claudicante— atribuyen la actual tribulación política, la temida alteración del statu quo, a la eclosión de un tipo de políticos que desde el principio han demostrado que no tenían bastante con exaltar teóricamente el proceso de desconexión de una gran parte de la sociedad con España, sino que estaban dispuestos a liderar de verdad separarse de ella. Que haya habido políticos independentistas irresponsables, quiero decir, que unos cuántos políticos no hubieran previsto las consecuencias de sus actos, no pone en la picota a todo el mundo. Ha habido políticos que han optado por arriesgar, aunque al hacerlo pudieran correr el riesgo de perder algo, el patrimonio o la libertad. Ante un estado de derecho —todos lo son— cada vez menos democrático, exponerse conlleva consecuencias.
El verbo “bloquear” no significa lo mismo para un independentista que para una autonomista que aspira a volver a las pútridas aguas pujolistas
En 1989, Václav Havel recibió el premio de la paz otorgado por los libreros alemanes. Pronunció un discurso interesantísimo sobre el poder de las palabras. Las palabras pueden cambiar el mundo, dijo, pero también pueden ser la confirmación del horror, de la mentira traducida en una locución viciosa. En la República Federal Alemana, porque entonces todavía no estaba unificada, la palabra “paz” tenía un significado positivo; en la Checoslovaquia comunista donde vivía Havel, la palabra “paz” tomaba el mismo significado que los “25 años de paz” franquistas. Era sinónimo de cementerio, de patraña, de engaño. Las palabras, el relato, como escriben los refinados analistas de la derecha, tienen el significado metafórico que le da quien las pronuncia, pero no son la realidad, porque lo más importante es quién las usa y por qué las alaba. El verbo “bloquear” no significa lo mismo para un independentista que para una autonomista que aspira a volver a las pútridas aguas pujolistas. La oportunidad de cambiar la realidad no es la misma, claro está.
La vieja política sigue creyendo que basta con una palabra para conseguir imponer una ficción —la “bona nova”, como el nombre del barrio de los ricos de Barcelona—, que los miembros de la “familia”, la clase política de Mosca, o sea las clases dominantes que tienen tentáculos en las patronales, en los medios de comunicación e incluso en los sindicatos y en la administración, se encargará de difundir. Salir de la vieja política es, cuando menos en Catalunya, volver a la historia y no saltar de una autonomía degradada a otra más o menos azucarada como sueñan los que todavía buscan oportunidades en España. Lo que el gobierno español no quiere negociar es el ejercicio del derecho de autodeterminación —¡qué pena!— a pesar de que es evidente que este conflicto no acabará hasta que no se resuelva democráticamente lo que se impidió a porrazos el 1-O. Lo de menos es conseguir la amnistía, puesto que si existen presos políticos es porque la coalición del 155 se negó a negociar antes del referéndum y judicializó la política de la mano de Vox. Sigue haciéndolo. La falsa ruta es la de España y el PSOE todavía no ha dado muestras de arrepentimiento.
Todos los gobiernos españoles, de derechas o de izquierdas, cuando vienen a Catalunya ofrecen sacarina, como esta cocapitalitad Barcelona-Madrid que se acaba de inventar Pedro Sánchez y que Ada Colau le compra porque los dos quieren acabar con el independentismo. Una cocapital sin tan siquiera oficializarlo formalmente ni repartirse el dinero de la capitalidad que ostenta Madrid es, simplemente, un nuevo ejercicio hipnótico. Relato, solo relato, que los que no “quieren morir idiotas”, como apuntaba Havel para justificar salir del comunismo, rechazarán con mucho tino. La realidad seguirá siendo la que es, como en 2012 el Once de Septiembre fue el pistoletazo de salida de un fuerte movimiento independentista que nadie previó que existiera. La autenticidad supera a menudo la ficción y el independentismo roza el 50%. La antipolítica es apostar por la esclavitud, que es el programa que ofrece hoy la vieja “clase política”.