El año 1983, el filólogo e historiador Benedict Anderson ofreció una tesis "revolucionaria" sobre cómo funcionaba el nacionalismo en términos de símbolos, relaciones sociales y categorías de conciencia. Lo hizo en un libro celebradísimo, Comunidades imaginadas (la Editorial Afers y la Universitat de València lo tradujeron al catalán en 2005), que huía de los debates clásicos de la época sobre identidades primordiales frente a tradiciones inventadas, el nacionalismo como patrimonio cultural frente a la reflexión sobre la construcción del estado moderno, la mera conciencia falsa frente al poderoso factor político. Anderson consiguió liberarse de dar vueltas y vueltas en la rueda del hámster en la cual estaba instalado el debate académico. La renovadora visión de Anderson sobre los nacionalismos se alimentaba del argumento que el escocés Tom Nairn había expuesto en 1977 en el libro The break-up of Britain (traducido al castellano en 1979, en Ediciones Península, con el título Los nuevos nacionalismos en Europa. La desintegracion de la Gran Bretaña) y que tendría que ser de obligada lectura para la izquierda catalana que recela del soberanismo. Les confieso que estos dos libros, sumados a la original perspectiva de Liah Greenfeld sobre la cuestión que desarrollaba en la trilogía Nationalism: Five roads to modernity (1992, resumido en catalán por Afers el 1998), The spirit of capitalism: Nationalism and economic growth (2001) y Mind, modernity, madness: The impact of culture on human experience (2013), son los que más me han influido a la hora de abordar el estudio del nacionalismo y su desarrollo.
Hoy en día se lee poco y se insulta mucho. La soberbia es tan atrevida que incluso periodistas, profesores de universidad y políticos que sólo leen los titulares de los resúmenes de prensa que reciben al correo electrónico se permiten el lujo de opinar sobre lo que no han leído. Si leyeran más o al menos tuvieran un poco de curiosidad intelectual, quizás sabrían por qué triunfó la tesis de Nairn, que a veces se dice que estaba adscrito al nacionalismo escocés, cosa que no es verdad. Nairn era entonces, como diríamos ahora y aquí, un converso al soberanismo. Y es que Nairn pertenecía, como Benedict Anderson y su hermano, el también historiador Perry Anderson, a la Nueva Izquierda británica, surgida en los años setenta como respuesta a la ortodoxia marxista. El punto de partida de Nairn era el reconocimiento de la dificultad para modificar el orden conservador hegemónico en Gran Bretaña. El partido laborista y los sindicatos no habían conseguido modificar esta realidad porque, de hecho, tan sólo se lo proponían retóricamente. La crisis de la izquierda de entonces, que ahora vuelve a ser evidente por toda Europa y por razones bastante parecidas, sólo era superada por algunos partidos nacionalistas, entre ellos el escocés. Para Nairn, por lo tanto, la perspectiva de que Escocia consiguiera la independencia abría la puerta a la posibilidad de una revolución política que conseguiría romper este orden conservador para avanzar hacia el socialismo, cuando menos en una Escocia independiente.
La tesis era muy sencilla: si el precio a pagar para cambiar las cosas era romper el Estado, pues ningún problema
La tesis era muy sencilla: si el precio a pagar para cambiar las cosas era romper el Estado, pues ningún problema. Benedict Anderson introdujo otro elemento de análisis para explicar, precisamente, el arraigo de los movimientos nacionalistas —o de liberación nacional, porque cuesta distinguir el grano de la paja—. Recuerden que estamos hablando de un debate que tuvo lugar en la Gran Bretaña de la década de los años setenta del siglo XX. Y ya lo ven, los escoceses —como los galeses y los norirlandeses— siguen siendo la punta de lanza contra el conservadurismo británico, expresado ahora por el ferviente antieuropeísmo de la mayoría de los ingleses y el gobierno conservador. Un conservadurismo, hay que decirlo, que en según qué casos se ha aproximado a la extrema derecha.
Lejos del marxismo ortodoxo, que es el más divulgado aquí y que de la mano de Eric Hobsbawm insistía en la idea de que el nacionalismo era resultado del invento de la tradición, Benedict Anderson presentaba el nacionalismo como una manera de imaginar y, por tanto, de crear una comunidad. Si Greenfeld nos propuso que el nacionalismo era el fundamento de la modernidad y no su consecuencia, Anderson consideraba que la nación "es imaginada como comunidad, porque, obviando la actual desigualdad y explotación que puede prevalecer en cada una, la nación siempre se concibe como un compañerismo profundo y horizontal". No es una nación imaginaria, artificial, sino imaginada, compartida por aquellos que la sienten como propia. Y Anderson concluye: "Al fin y al cabo, es esta fraternidad la que ha hecho posible que, desde los dos siglos pasados, tantos y tantos millones de personas hayan matado y muerto voluntariamente por estos pensamientos imaginados tan limitados".
Ya me perdonarán ustedes que hoy haya dedicado este espacio a un debate académico que está vivo al menos desde 1944, cuando el historiador Hans Kohn publicó Idea of Nationalismus (traducido al español en 1949 y nunca al catalán). Tenía la necesidad de sacudirme la caspa de algunas opiniones sobre la violencia y las independencias del mundo. Tener que justificarme por eso sería volver a los tiempos en que los inquisidores quemaban a los científicos por afirmar que la tierra era redonda. Hace tantos años que me dedico a estudiar estas cosas, que reconozco que he aprendido que el prejuicio está más lejos de la verdad que la ignorancia. Y si bien el mal del ignorante se cura, la aversión contra alguien, en cambio, provoca mortandades. Pero recuerden que en todos los conflictos la primera víctima es la verdad.