El pasado lunes Donald Trump pronunció el último discurso del estado de la Unión antes de las elecciones del próximo noviembre. Este hombre es un espectáculo. Es explosivo, irreverente, maleducado y vengativo. El discurso trumpista no distó mucho de todos los que se pronuncian en un debate de política general en todo el mundo. En el Parlament de Catalunya, por no ir más lejos, eran muy conocidos los discursos presidenciales resumidos a modo de listín telefónico en los que los protagonistas eran, inevitablemente, los datos sobre el paro, la pobreza, la salud, la escolarización o lo que fuera y se pudiera contar. “Hoy me presento ante vosotros para compartir unos resultados increíbles” — soltó Trump—, que es lo mismo que habría dicho Pujol en los años ochenta y noventa y Pasqual Maragall y Montilla en la primera década del dos mil cuando aseguraban que se estaban creando puestos de trabajo, que los ingresos crecían, que la pobreza disminuía y que el bienestar se ensanchaba. Cuando Pujol quería fortalecer el estado de ánimo de los catalanes, hablaba del Tagamanent; Maragall, en cambio, recurría a cualquier metáfora urbana; mientras que Montilla se limitaba a puntualizar “que el país lo levanta la gente que trabaja”, sin encontrar la síntesis metafórica de Pep Guardiola cuando apuntó que “si nos levantamos muy temprano, muy temprano...”. Cada uno tiene las virtudes que le ha dado la providencia. Nulla ethica sine aesthetica.
Trump aprovechó su discurso para hacer una performance; Pelosi, por el contrario, dejó ver la cara de la intransigencia que a menudo ha arrojado a la bancarrota a los demócratas
Trump sabe representar comedias y seguramente es por eso que también es un tramposo. El discurso que pronunció el lunes estuvo cargado de simbolismos y de gestos que nadie podía dejar de observar. Para empezar, cuando entró en el hemiciclo y dio una copia del discurso que pronunciaría a continuación a la presidencia, no quiso estrechar la mano de la speaker del Congreso, Nancy Pelosi, su particular bestia negra desde que dio luz verde al trámite para proceder al impeachment. Después recurrió al sacrificio de los militares para apelar a los valores patrióticos y tocar la fibra sensible de los ciudadanos. El momento culminante fue cuando Trump se dirigió a la esposa de un militar, que estaba sentada en la tribuna de invitados con sus dos hijos pequeños, justo al lado del (no)presidente venezolano Juan Guaidó, y después de agradecerle el coraje con el verbo inflamado habitual, le anunció por sorpresa que su marido estaba allí, a su espalda, bajando por las escalas del anfiteatro, para reunirse con ella y las criaturas. Un spot televisivo conservador sobre la familia y la patria que es difícil de imitar y de reproducir y que, además, obligó a todos los senadores y congresistas, republicanos y demócratas, a ponerse en pie para aplaudir la escena. Nacionalismo banal a flor de piel, como ya observó hace muchos años el profesor Michael Billig (les recomiendo el libro, publicado en castellano por la Editorial Capitán Swing).
Cuando Trump acabó su discurso y mientras el auditorio aplaudía por entusiasmo o por cortesía, Nancy Pelosi se puso a desgarrar ostentosamente, justo detrás de él, las hojas del discurso que el presidente le había dado al principio de la sesión sin ni tan siquiera mirarla. Pelosi las desgarró una a una, con parsimonia, teatralmente, para que todo el mundo pudiera verlo. Después la speaker declaró que romper el discurso era lo más educado que se le había ocurrido para replicar la mala educación de Trump. Trump es rencoroso pero ahora también hemos podido constatar que Nancy Pelosi, llena de aire y con un look copiado de Falcon Crest, también lo es. Trump aprovechó su discurso para hacer una performance, con la aparición repentina de un “soldado Ryan” modernizado, Pelosi, por el contrario, dejó ver la cara de la intransigencia que a menudo ha arrojado a la bancarrota a los demócratas. Pelosi ya se equivocó aceptando poner en marcha un impeachment que ha acabado siendo un fake en toda regla. Servirle munición al contrincante no es muy sensato. Ningunearlo es todavía más idiota. Solo lo refuerza. Entretanto, en Iowa, el fiasco demócrata de las primarias debe haber llenado de felicidad al ególatra presidente, que será reelegido en noviembre, no lo duden. La superioridad moral no conlleva ganar elecciones y esa es la debilidad de los demócratas en los EE.UU. y de la vieja izquierda en Europa.