¿Quién, si pudiera, no querría acabar con la situación de inestabilidad que afecta a Catalunya desde una década atrás? Vivir permanentemente en conflicto es muy cansado. Agota las energías de todo el mundo. Pero el conflicto es una característica de las sociedades contemporáneas y se expresa de distintas formas. Hay conflictos de clase, de género y, también, nacionales, como es hoy nuestro caso. ¿Es que no tenía razón Jean Jacques Rousseau cuando en 1755 advirtió que la propiedad privada era la fuente del conflicto social? Desde entonces, cuando menos, que el conflicto de clases persiste, aunque los sindicatos y la socialdemocracia clásica parece que no lo sepan. Los filósofos de la intemperie, los que andan perdidos ante los conflictos que no entienden, aseguran que con el ejemplo de Turingia (la crisis de la CDU por la alianza con la extrema derecha) ha quedado probado que los “liberales”, en la medida que la extrema derecha les compra el programa económico, la avalan y les da igual la imposición del autoritarismo posdemocrático como recurso ante el malestar social. Lo que vale para el conflicto social, también debería servir para interpretar los conflictos nacionales. Y por tanto, uno de los mayores problemas de España es que la izquierda, en cuanto que es incapaz de ofrecer una alternativa, ha avalado sin ningún tipo de rubor el discurso nacionalista de la extrema derecha, en sus dos versiones: liberal y conservadora.
Este es el punto de partida, no lo olvidemos, de cuanto está pasando en España. Estoy totalmente en contra de quienes acusan a los independentistas de imprudentes y de haber intentado imponer sus criterios por la fuerza. Que esta mentira haya servido para que la justicia española haya condenado a nueve personas con penas de prisión estratosféricas, no debería contaminar a algunos de los protagonistas de entonces, a los que se sienten derrotados o a los que tienen miedo pero escriben lo contrario, para apuntarse a la vieja tesis de la “falsa ruta”, tan famosa como injusta, que el 1939 acuñó Fernando Valls Taberner para culpar al catalanismo del estallido de la Guerra Civil y la posterior represión franquista. Este es el discurso de la extrema derecha, la de antes y la de ahora, que responsabiliza al catalanismo republicano de la crueldad fascista de 1936. Es como si en Alemania alguien osara culpar a la breve República Libre de Baviera de 1918 del ascenso del nazismo. La utopía bávara no incubó el huevo de la serpiente. Si aceptáramos este razonamiento, al final llegaríamos a la conclusión de que lo mejor es que nada cambie para evitar el conflicto y sus posibles consecuencias negativas. Conservadurismo en estado puro, que sorprende que se haya convertido en el leitmotiv de los filósofos de la intemperie y, en especial, de los partidos de la izquierda unionista, que son los mismos que atribuyen cualquier cosa que ocurre en el mundo a la impotencia del poder político para poner límites al poder económico y para impedir la judicialización de la política. Es curioso que denuncien las consecuencias de lo que ellos mismos han provocado. La grosera ignorancia de las reglas democráticas por parte de la extrema derecha —con la aquiescencia de la izquierda nacionalista— conduce siempre a tener que elegir entre la razón y la barbarie.
Para salir del bucle conflictivo que condiciona la vida política catalana y española no basta con sentarse alrededor de una mesa
El PSOE contribuyó tanto como el PP, Cs y Vox a la escalada represiva posterior al 1-O. Solo Unidas Podemos mantuvo una calculada equidistancia sin aportar casi nada para solucionar el conflicto. Al contrario, sus aliados en Catalunya en muchos casos son de un unionismo atroz e incluso les reaparece el estalinismo de cuando eran declaradamente comunistas. No exagero, pues esta voluntad manifiesta de los comunes de expulsar de la vida política al president Puigdemont es, sencillamente, una práctica común entre quienes en otros tiempos no dudaban en eliminar al adversario por la brava. El proceso soberanista ha tenido la virtud de desenmascarar a mucha gente. Entre los socialistas y los comunes hay quien se siente más cómodo confraternizando con el PP que con un independentista de izquierdas. Por encima de las razones psicológicas que motivan esta elección, existe una coincidencia nacional que une a la derecha y la izquierda unionista, que es los que unió al PSOE, PP y Cs en la coalición del 155. El nacionalismo, como ya se encargó de demostrar el gran Isaiah Berlin, un liberal de verdad, es la más poderosa influencia sobre la vida pública en todo el mundo.
Para salir del bucle conflictivo que condiciona la vida política catalana y española no basta con sentarse alrededor de una mesa. Lo primero que se debe acordar es de qué se va a hablar en esa mesa y pactar una agenda. Es necesario tener “método, objetivo y garantías”, como reclamó ayer en el Parlament el president Torra ante los reproches de ERC, que plantea empezar la negociación con las manos vacías. La parte catalana tiene un aval democrático incontestable, pues tiene la fuerza de los votos. No es cualquier cosa. La participación electoral en los últimos diez años ha llegado a cotas extraordinarias. La participación en las anómalas elecciones convocadas por la coalición del 155 el 21-D de 2017 fue del 79,09%. Esas elecciones propiciaron, aunque haya costado lo suyo, la formación del actual Govern, constituido con un apoyo del 47,5% de los votos emitidos frente al 43,45% que sumó la coalición del 155. Las cosas son como son, como también es una evidencia que los que ahora quieren eliminar a JxCat de la faz de la tierra, el 21-D solo obtuvieron el 7,45% de los votos, muy por debajo del 21,66% de la coalición puigdemontista. Negociar significa asumir la democracia y superar el discurso de la extrema derecha. Lo que ocurre en Catalunya no es algo extraordinario. En todo el mundo hay conflictos como el nuestro, sea cual sea su forma, que no se resuelven, como también sucede aquí, por la intransigencia de los poderosos, ese grupo que los filósofos de la intemperie no saben identificar porque no responden a la interpretación economicista del mundo.