Ayer, por fin, entró en vigor el alto el fuego en Gaza, una franja que hoy es más bien una zanja. La lengua de tierra es ahora un hoyo gigantesco, una excavación larga y estrecha. Como si una trinchera inacabable surcara un Estado cada vez con menos porción de vida. Quizás sobre el mapa ocupa un espacio similar, pero sobre el terreno, en tres dimensiones, aquello liso encima del papel, son cráteres encima del asfalto. Un terremoto provocado. Edificios esqueléticos, migajas plantadas aguantándose por los pelos. Unas calles como cementerios. Ciudades fantasma a las cuales nadie podrá volver. Habrán sido 15 meses de genocidio y más de 47.000 víctimas, que ni siquiera podemos cuantificar con exactitud de tantas que hay, de tantos cadáveres podridos que ya no encontraremos porque se habrán fundido con la tierra que defendían o invadían.

"Detente y llora delante de las casas vacías donde vivían tus seres queridos", escribía Abu Bakr Al-Turtuxí, poeta y estudioso tortosino nacido en 1059 y acertadamente traducido por Miquel Ángels Llorenç y cantado por Artur Gaya en su último disco, Ets tan pobre que només tens diners. En Israel y en Palestina, desde hace generaciones, no hay nadie que no haya perdido un ser amado. Nadie. Una angustiante intersección de conjuntos que les une. Una isla de muerte a ambos lados de la miseria. Un triste mínimo común múltiple que quizás tendría que hacer reflexionar a aquellos matemáticos de pacotilla que, en sus cálculos interesados, imaginaban grandes proezas y victorias vacías. Negocios ingentes y poder absoluto. Después de 471 días de masacre, ¿qué se ha conseguido? ¿Somos mejores ahora que antes? ¿Qué es la riqueza? ¿Tener más fuerza, más armamento, más trozo de mapa? ¿Plantar la bandera sobre un solar arrasado y deshabitado?

Y todo eso pasa en un continente que, cuando lo mencionas, suena lejano —Asia— pero que llamamos Próximo Oriente, quizás porque a algunos ya les va bien que esté cerca, geopolíticamente hablando. Un polvorín de culturas, religiones, facciones y nacionalidades que la vieja Europa y los Estados Unidos utilizan también como tablero de juego, como si esto fuera una banal partida de sobremesa en el Risk (irónico nombre para un juego de estrategia y de invasiones). Mientras tanto, aquí, en el próximo occidente, cuesta digerir tanta guerra y, a veces, cambiamos de canal, bajamos el volumen o, directamente, apagamos el televisor porque tanto dolor no se puede soportar. Y no es desidia o apatía. Es desconocimiento, porque cuesta entender qué pasa, y es supervivencia, porque no se puede vivir viendo constantemente cómo la gente muere. ¿Cuántas veces han tocado a muerto las campanas de aquellos templos? ¿Quedan campanarios en pie? ¿Y campaneros?

En la calle una mujer de rodillas araña cráteres y basura, un trozo de zapato, un aliento, un trozo de ropa. De la garganta le nace un lamento, un aterrador grito. Debajo de ella, entre los escombros, está enterrado su hijo pequeño

"Es un desastre descubrir la humanidad de tu enemigo, su nobleza, porque entonces ya no es tu enemigo. No puede serlo". Podemos leer estas palabras en el maravilloso libro de Colum McCann, Apeirógono, que aborda este tema desde una mirada única y esperanzadora, en una novela que habla de la amistad de dos hombres, un israelí y un palestino, que viven cerca el uno del otro, pero que habitan mundos diferentes y que se encuentran trágicamente unidos por el asesinato de sus respectivas hijas. En geometría, un apeirógono es una forma con una secuencia infinita —y al mismo tiempo paradójicamente contable— de segmentos y ángulos. De hecho, se aproxima mucho a la forma de un círculo, de tantas aristas que tiene. Como el inacabable conflicto entre Israel y Palestina que, a pesar de esta tregua temporal, tampoco parece tener fin. Y es que desde que se anunció el acuerdo de este frágil armisticio hasta que se hizo efectivo, Israel asesinó a setenta personas más. Como aquel que ve el semáforo de color naranja y aprieta el acelerador antes de que se ponga rojo del todo.

La Navidad de 1972, Joan Baez encabezaba una delegación de paz en Hanói. Se quedó atrapada allí once días consecutivos, durante la llamada Operación Linebacker II, una campaña de bombardeos masivos que los EE. UU. lanzaron sobre Vietnam. Está viva de milagro. ¿De aquella experiencia nació un disco (Where are you now my son?) y en aquel disco había una canción homónima de veinte minutos —la segunda cara entera del vinilo— en que se alternaban la voz de Baez explicando y cantando la experiencia, con grabaciones que ella misma hizo de los refugios antiaéreos estando. La frase literal la extrae del lamento de una mujer vietnamita que se encontró en la ciudad horas después de un ataque. "En la calle una mujer de rodillas araña cráteres y basura, un trozo de zapato, un aliento, un trozo de ropa. De la garganta le nace un lamento, un aterrador grito. Debajo de ella, entre los escombros, está enterrado su hijo pequeño. Dicen que la guerra se ha acabado. Entonces... ¿ahora dónde estás, hijo mío?".

Aquel apeirógono imposible e infinito parece que ha concedido una pausa. Un intervalo de mínimos. Una cuadratura del círculo cogida con pinzas. Que Pete Seeger cante "Qué se ha hecho de aquellas flores" y las campanas, con timidez, dejan de repicar a muerto. Hoy, de momento, ya no caen bombas sobre Gaza, pero quedarán eternamente perdidas las miradas: las de los que ya han cerrado los ojos y las de los que, habiendo sobrevivido, las tendrán trastornados para siempre.