"No te preocupes, tete, ayúdame con el dallonses y subimos la moto a la furgui". La furgui era una grúa, la moto era mi Aprilia Compay 125 y el dallonses, si todo va bien, intentaré explicarlo a lo largo de este artículo de la misma manera como lo explicaría Albert Jané, el pitufo gramático más adecuado para narrar esta historia real. Empecémosla por el principio, sin embargo. Resulta que el martes de madrugada, mientras dormía, algún Gargamel de pacotilla intentó robarme la moto. Desgraciadamente me di cuenta de ello ayer por la mañana, cuando me fue complicadísimo poner la llave al contacto y dar gas. Finalmente lo conseguí y llegué al trabajo, pero después de aparcarla me resultó imposible abrir el cajetín para dejar el casco. También habían intentado forzarlo, seguramente al igual que lo estaba intentando forzar yo hasta que la llave hizo clec y se partió por la mitad, con gafe. Una parte me quedó en la mano, y la otra dentro del bombín. Había bloqueado la moto con el manillar medio girado, por lo tanto me era imposible arrastrarla manualmente hasta el primer taller mecánico y no tuve más remedio que llamar a la asistencia en carretera del seguro. Aquí, con la llegada del pitufo gruista, es cuando todo empezó a ponerse interesante.
De la grúa bajó a un señor bajito y simpático, con el ímpetu de un domador de leones y un pendiente en la oreja que vista su edad, rozando la sesentena, tenía alguna cosa de euskaldún. No era de Hernani, sin embargo, sino del Poblenou, como me confesó un rato más tarde. "Del barrio de toda la vida, de cuando no había guiris haciendo cola para una horchata a El tio Che y de cuando en los callejones te cruzabas peña con la chuta colgando, tete," me dijo. Eso fue bastante después de saludarnos, sin embargo, por lo tanto no nos adelantemos a los acontecimientos. Al meter un vistazo a la moto y preguntarme qué me había pasado, el primero que me dijo es que no sufriera, pero que para moverla y subirla a la grúa|grulla hacía falta que lo ayudara con el daixonses. Inmediatamente el pitufo gruista se dirigió hacia mí con el famoso dallonses: un bidón de plástico partido por la mitad, como una barra de pan abierta con el fin de hacer un bocadillo. En el mango del medio bidón, una cuerda plana para arrastrar el utensilio, o quizás habría que decir el mecanismo, o la herramienta, o la pieza, o incluso el artefacto. "Ahora ponemos el trasto bajo la rueda bloqueada, yo estiro la cuerda, tú empujas la 'bestia' y, gracias al plástico de la garrafa, subiremos la moto a la grúa en un plis plas, tete". El dallonses, pues, era un prodigio de la ingeniería mecánica basado en un plástico y una cuerda. Absolutamente fascinado por aquello, pregunté cómo se decía aquel invento que me pareció casi contracultural en el siglo XXI, en plena era de la nanotecnología y la IA. "No tiene nombre, tete, pero eso es old school, más viejo que el ir a pie".
Con la moto cargada a la grúa, pusimos rumbo hacia un taller especializado en bombines y que resultó estar en la otra punta de Barcelona. De manera inesperada, el trayecto se convirtió en un capítulo de El cotxe pero inverso: el pitufo gruista era el entrevistado y el pitufo entrevistador, que era yo, le hacía preguntas al estilo Eloi Vila pero sin aquella gracia natural de yerno ideal. El viaje no duró más de veinte minutos, pero hubiera querido que durara todo el día. Fue entonces cuando hablamos de la Barcelona de los años ochenta, "cuando yo me compré un piso por trescientas mil pesetas en la calle Maria Aguiló, tete, y a toca teja". Ahora es imposible, le respondí, e involuntariamente iniciamos un repaso a los últimos cuarenta años de historia saltando de una rama a la otra, de la inmigración al precio de la vivienda pasando por el Barça, el Procés o los sueldos precarios. Cuándo le expliqué que era escritor y director creativo en una productora de TV, el pitufo gruista me preguntó si fumaba muchos petardos para tener ideas y de aquello pasamos a hablar de cuándo hizo la mili en Melilla, con la Legión, y fumaba apaleao por cuatro duros. Los tatuajes talegueros que se le apreciaban en el brazo eran dignos de legionario, realmente, pero cuando le pregunté si de aquello salió hecho uno facha o un antifa rebotado, su respuesta fue precisa: volví con todos los carnets de conducir posibles y la certeza de que yo, por encima de todo, soy catalán y aquella bandera que me hacían besar no era la de mi país.
Eso es lo que me dijo antes de ponernos a hablar de las mentiras mediáticas de la prensa de Madrid, como por ejemplo que ser catalán quiere decir ser un burgués. ¿"Me has visto cara de burgesot, a mí, que llevo cuarenta años haciendo de camionero y ahora conduzco una grúa"?, me dejó caer enrabiado justo cuando en la radio, que sonaba de fondo, informaron de que Albert Jané acababa de ganar el Premi d'Honor de les Lletres Catalanes y yo subí el volumen. "Es el señor que hizo a Els barrufets en catalán, que dirigió Cavall Fort y que tiene un diccionario de sinónimos de puta madre", le dije mientras le explicaba que, en vez de hacer la mili, dediqué los veintipocos a estudiar Filología. Entonces me explicó que él había hablado siempre castellano con su mujer, pero que sus dos hijos hablaban catalán entre ellos porque miraban a Els barrufets juntos de pequeños. "Deben tener la misma edad que tú, yo ya soy un pollavieja, tete," añadió mientras yo pensaba que aquella frase, al pitufo gramático Albert Jané, quizás le habría hecho la misma ilusión que recibir el premi que entrega Òmnium Cultural. Curiosamente, de hecho, a los pitufos les pasaba lo mismo que me había pasado a mí hacía diez minutos: hablaban utilizando comodines lingüísticos, pero en vez de decir daixonses o dallonses, conjugaban el verbo 'barrufar' con un sentido polisémico. Albert Jané hizo hablar así a los pitufos, utilizando el verbo 'barrufar' como una palabra comodín que cobraba un sentido diferente, a cada oración, según el contexto. Aunque los duendes azules tuvieran un marco lingüístico pequeño, donde una palabra quería decir muchas cosas, curiosamente la otra gran obra del pitufo gramático es haber creado un Diccionario de sinónimos que no ha hecho nada más que agrandar la lengua, dotándonos de mil maneras diferentes por decir una sola cosa.
La historia acaba aquí, cuando finalmente llegamos al taller y descargamos la moto utilizando también el dallonses como plástico para arrastrarla por la acera. Fue entonces cuando me fijé en las mil herramientas, utensilios y artilugios diferentes que había en el interior de la grúa|, seguramente por eso me salió de dentro decirle al pitufo gruista que si todos aquellos instrumentos eran su material de trabajo, el mío, en cada texto, eran los sinónimos que el pitufo gramático me ofrecía a cada concepto. Después nos fumamos al piti de la victoria, porque cuando se entrega la moto al taller, igual que cuando se acaba un artículo, no hay nada más sagrado que liarse un cigarro. Con el solo gesto de mover el dedo pulgar arriba y abajo, el pitufo gruista me pidió "pásame el dallonses", y aunque el dallonses se puede llamar mechero, encenedor, flamisell, mistera, peladits o xamero, con una sola palabra ya nos entendimos. Después, al despedirnos, le dije que haberlo conocido me había barrufat mucho y sé perfectamente que me entendió, porque como decían los pitufos, "el nostre poble és el país on tot es pot fer", incluso mover una moto con medio bidón de plástico. Incluso, también, educar lingüísticamente a toda una generación gracias a una serie de dibujos animados y recordarnos de que "sempre podrem jugar i ser lliures per tot arreu si, com nosaltres, barrufeu".