El tiempo y la vida transcurren a tal velocidad que, muchas veces, no somos conscientes de lo relevantes que terminan siendo algunos momentos, situaciones y vivencias que hemos ido asumiendo como normales cuando no lo son. Ahora, cuando se cumple justo un año de la detención del president Puigdemont en L'Alguer, tal vez es un buen momento para reflexionar sobre cómo encajar determinadas piezas y lo que ese despropósito significó.
Iba llegando a Bruselas, procedente de París, cuando Josep Lluís Alay me informó, desde L'Alguer y mientras esperaba el aterrizaje del avión del president, que había movimientos muy extraños en el aeropuerto. Sinceramente, en esos momentos no le di mayor importancia, pero Alay insistió y eso me puso en un estado de alerta que contrastaba con la seguridad que, como jurista, tenía de que no podía, más bien no debía, pasar nada. Me equivoqué.
No transcurrió ni media hora cuando los presagios de Alay se confirmaron y tuvimos que poner en marcha todo aquello que teníamos, y tenemos, preparado para situaciones de este tipo. Fue una noche frenética, sin espacio para el sueño y con muchos frentes abiertos, casi tantos como pantallas de videoconferencias y de documentos en los que tuvimos que ponernos a trabajar para solucionar una situación que, a todas luces, parecía como un dislate. Luego se demostró que lo era.
Llegar a L'Alguer no fue sencillo, pero se consiguió y, para entonces, el president ya había sido puesto en libertad, pero eso, que era importante, no era lo más relevante, sino el abanico de situaciones que surgieron a partir de ese momento y que a fecha actual siguen produciendo sus efectos.
La detención, como ya sabemos hoy, fue producto de la conjunción de muchos elementos, ninguno de ellos legales, porque se partió del conocimiento de la agenda del president, alcanzado ilegalmente de unos seguimientos ilícitamente perpetrados y de una burla al derecho de la Unión y al sistema de cooperación en materia penal al que los 27 estados miembros están comprometidos.
¿Cómo se enteraron del viaje del president y de su número de vuelo y hora de llegada? La respuesta, a fecha actual, parece muy simple si tenemos en consideración el escándalo revelado a partir del Catalangate… no fue la única ilegalidad cometida.
El ministro del Interior, persona poco dada a las explicaciones claras y coherentes, se apresuró a negar la presencia de policías españoles en el avión del president. Sin embargo, transcurrido ya un año, claro que ha tenido tiempo de poner sobre la mesa la lista de pasajeros de ese vuelo que es lo único que zanjaría este debate.
En cualquier caso, desde mi perspectiva, estos dos elementos no se presentan como lo más relevante de lo sucedido esa noche en L'Alguer, sino las consecuencias de haber jugado con el sistema de cooperación jurídica en materia penal establecido por la Unión Europea.
A partir del desastre del Alguer, ya a ninguno le cabe duda de que estamos ante una persecución política, de que la causa última de ésta no es otra que el irrefrenable afán de reprimir las ansias de independencia de la minoría nacional catalana
El juez Llarena, conocedor que era de la inmunidad de los eurodiputados y de la pendencia, por un lado, de una demanda en contra del suplicatorio cursado por él al Parlamento Europeo, así como, por otro, de sus propias prejudiciales, trató de jugar una carta que, sin saberlo, terminaría siendo un efecto bumerán: mantener en vigor unas órdenes europeas de detención y entrega (OEDE) a sabiendas de que el procedimiento en el que las cursó está, por imperativo legal, suspendido… o debería estarlo.
Jugó al despiste con el sistema y, sin que pasasen 24 horas, el sistema le explotó en la cara nada más comparecer el president ante la justicia italiana, que no podía creerse lo que estaba sucediendo: un eurodiputado detenido, en flagrante vulneración de su inmunidad, producto de una OEDE que, además, ya se estaba tramitando —y se encontraba y encuentra suspendida— en otro país de la Unión Europea.
La reacción italiana fue inmediata: se puso en libertad al president, sin medida cautelar alguna, y se le convocó para una comparecencia ante la Cámara de Apelaciones de Sassari que se celebraría una semana después. El ridículo era monumental y, para taparlo, comenzaron a surgir diversos relatos, todos ellos falsos como demostramos en su día.
Nunca se había dado un caso así. No se trataba solo de la detención de un parlamentario europeo —poseedor de inmunidad—, sino, también, de un ciudadano de la Unión contra el cual ya existía otro procedimiento de detención y entrega suspendido tanto por su condición de eurodiputado como por la pendencia de unas cuestiones prejudiciales que, como digo y por imperativo legal, suspenden la tramitación de procedimiento.
El juez Llarena, en su creencia de que contra Puigdemont todo vale, había hecho saltar por los aires los principios básicos de la cooperación jurídica en materia penal dentro de la Unión Europea; como mínimo reventó el de confianza mutua y el de respeto a la legalidad que, sin duda, admite diversas interpretaciones, pero no una reescritura de las normas.
Un año después, a muchos no parece que les importe el cómo, en un pequeño aeropuerto europeo, se hizo saltar el derecho de la Unión en un ámbito tan delicado como el de la cooperación jurídica en materia penal
L'Alguer marcó un antes y un después en cuanto al caso de los exiliados; antes había juristas en Europa que seguían pensando que el Supremo se equivocaba, pero que podía ser un error de interpretación de la normativa europea. Sin embargo, a partir del desastre del Alguer, ya a ninguno le cabe duda de que estamos ante una persecución política, de que la causa última de ésta no es otra que el irrefrenable afán de reprimir las ansias de independencia de la minoría nacional catalana y, sobre todo, les ha quedado claro que no se pararán ante nada… a no ser que Europa se ponga firme.
La extravagancia de la actual situación es absoluta y tiene poca o ninguna explicación más allá de las intencionalidades políticas de la persecución: no existe, aparte del president, ningún otro ciudadano de la Unión que tenga dos procedimientos de detención y entrega, en dos países distintos, por unos mismos hechos y cursados por un mismo juez… A todas luces esto, que nos puede parecer un dislate, es una aberración jurídica y una burla a las normas y principios que rigen el funcionamiento de la Unión Europea.
Pero lo de L'Alguer no se quedó en eso, sirvió también para otras muchas cosas e, incluso, para que en vía de casación el Tribunal de Justicia de la Unión Europea concediese medidas cautelares sobre la base de la posible falta de imparcialidad del presidente del Comité de Asuntos Jurídicos del Parlamento Europeo —el muy español Adrián Vazquez— y del ponente de los suplicatorios del president, Toni Comín y Clara Ponsatí. Esta resolución, que han querido silenciar, tiene una relevancia y una profundidad que debería preocupar a más de uno. Dice lo justo, pero lo dice bien y claro.
En derecho, este tipo de aventuras siempre terminan pasando factura y quienes creen que lo sucedido en L'Alguer ya es agua pasada es que ni tienen claro de qué va este litigio ni cuán grave fue lo sucedido… Las consecuencias se irán viendo en los próximos meses, pero es triste que, un año después, a muchos no parezca importarle el cómo, en un pequeño aeropuerto europeo, se hizo saltar el derecho de la Unión en un ámbito tan delicado como el de la cooperación jurídica en materia penal. En resumen: L'Alguer marca un antes y un después… y si no, tiempo al tiempo.