Cada vez que Hamlet sube a un escenario, nos vuelven a helar las palabras de Marcelo, apenas empezar la obra: “Alguna cosa está podrida en el estado de Dinamarca”. Ya se sabe que el teatro tiene la extraña virtud de convertir en realidad, por un rato, aquello que lleva a escena. Ya explicó Peter Brook, precisamente a propósito de Shakespeare, que, “como no había decorados, sólo hacía falta que alguien dijera ‘estamos en un bosque’ para encontrarse dentro de un bosque, y si, inmediatamente después, otro decía ‘ya no estamos en el bosque’, el bosque desaparecía”. Sabemos que aquello que estamos viendo es teatro y que, por lo tanto, no es del todo real, pero, mientras dura la obra, sobre todo si la interpretación es eficaz, somos capaces de olvidarnos de la realidad supuestamente real y damos crédito a la verdad que se despliega ante de nuestros ojos, sobre la escena. Así, sólo hace falta que un actor diga “Alguna cosa está podrida en el estado de Dinamarca” para que, inmediatamente, nos encontremos en Dinamarca, en la corte de Elsinor, dondequiera que entonces estemos, y que, además, tengamos igualmente la sospecha de que, realmente, alguna cosa está podrida, y mucho.
La tropa del Teatre Lliure, dirigida con gran sutileza y oportunidad por Pau Carrió, ha tenido el acierto de poner en escena un nuevo Hamlet, pues contaba con un actor inmenso, Pol López, para encarnar un papel casi imposible. Hamlet es, como sabe todo el mundo, el clásico de los clásicos. Una obra “enorme”, como dice Harold Bloom, que la considera, con razón, “el teatro del mundo”. Pero su carácter de clásico indiscutible, sin embargo, pesa tanto que la grandeza literaria e intelectual del texto siempre abruma por una magnitud que nos desborda y que, a menudo, lo convierte en un monumento intemporal. Pau Carrió, sin embargo, ha puesto la escena con la frase de Marcelo casi al principio del todo, para dar el tono, haciéndonos ver que los más de cinco siglos que nos separan de este texto descomunal son irrelevantes, porque Hamlet habla de nuestro mundo, ahora y aquí. Es cierto que Bloom ya señaló que “la enfermedad de Elsinor es de todas partes y de todos los tiempos. Alguna cosa está podrida en todos los Estados y, si la sensibilidad de uno es como la de Hamlet, entonces uno, finalmente, no lo tolerará”. Es cierto, por eso, que precisamente porque el mundo no es perfecto, ni lo será nunca, es difícil no reconocer que estas palabras están dirigidas directamente a nosotros. Sin embargo, además, lo están ahora especialmente, cuando la podredumbre corre el peligro de envenenarlo todo, en un Estado, como el español, que tiene toda la pinta de convivir, en una normalidad aterradora, con una corrupción estructural, que amenaza, si no lo ha hecho ya, con hacerlo saltar todo por los aires.
La podredumbre corre el peligro de envenenarlo todo, en un Estado, como el español, que tiene toda la pinta de convivir, en una normalidad aterradora, con una corrupción estructural, que amenaza con hacerlo saltar todo por los aires
Hamlet, esta vez, vuelve a recordar una verdad brutal: “El teatro, desde que nació, ha querido, modestamente, hacer de espejo de la naturaleza, enseñar a la virtud su medida real, a la estupidez su rostro y a cada época y sociedad las marcas de su propia piel”. Y eso es lo que hace, ¡y cómo!, esta versión lacerante de Hamlet: ponernos un espejo delante. Permitirnos descubrir, a través de la podredumbre que devasta la corte de Dinamarca, la podredumbre con la que convivimos, desde hace tiempo, cuando la práctica política ha sido secuestrada por una banda de miserables sólo preocupada por el beneficio propio más que por el bien común, que tendría que regir cualquier acción política digna de este nombre. No lo son todos, es una evidencia, ni siquiera una mayoría, pero el daño que han hecho, y que están haciendo todavía, estos dignos herederos de Elsinor que, al amparo del poder, han cometido mentiras y abusos de un alcance que todavía no hemos podido conocer en su dimensión real, no sólo ha estropeado la confianza en las instituciones, sino que han herido de muerte las estructuras de un Estado que no ha sabido, o mejor no ha querido, hacer frente al problema de manera lúcida, fulminante e inmediata.
Por eso, cuando llegamos a la escena tercera del acto tercero, en el medio estremecedor del drama, y vemos arrodillado al rey Claudio, que ha matado a su propio hermano, se ha casado con la viuda para ocupar su lugar en el trono y procura engañar a todo el mundo, maquinando, además, para eliminar al príncipe heredero y acabar con cualquier oposición a su reinado, podemos tener la sensación de que estamos escuchando la confesión que habríamos querido oír en muchas bocas que sin embargo siguen insultándonos con la hipocresía obscena de su propia mentira. Y así escuchamos desarmados las palabras del rey Claudio, interpretado por un Eduard Farelo en estado de gracia, cuando confiesa, en un monólogo que sólo escuchamos nosotros, como si nos fuera dado escuchar su voz interior, la de la mala conciencia, que “la peste de mi crimen llega hasta el cielo”.
Claudio, incapaz de rezar, se pregunta que, “si el mal ya está cometido, [...] ¿qué plegaria me podría servir?”. Es el instante lúcido, en el que reconoce que ya no puede haber perdón posible para su indignidad, “porque todavía poseo todos los frutos por los que lo cometí, mi ambición, la corona, y mi reina”. Es cierto que podría manipular la justicia, poner toda la maquinaria a su propio servicio, como hoy todavía hacen tantos, y desde las más diversas instancias, porque “en los caminos corruptos de este mundo la mano dorada del crimen puede desviar la justicia y a menudo vemos cómo el mismo botín sirve para comprar la ley”. Es sabido que Shakespeare reservó el más genial de su talento literario en la construcción de los personajes para dotar de verdad a las criaturas más demoníacas, malvadas y perversas que pueblan sus dramas, cosa que hizo escribir a Lessing, refiriéndose al pérfido Edmund del Rey Lear, que “estoy oyendo a un demonio, pero lo estoy viendo bajo la figura de un ángel de la luz”. Así, los malvados de Shakespeare, como Claudio, uno de los más podridos, son criaturas adorables, seductoras, brillantes, como lo son también los podridos que nos rodean: por eso han enredado a tanta gente y durante tanto tiempo.
Los malvados de Shakespeare, como Claudio, uno de los más podridos, son criaturas adorables, seductoras, brillantes, como lo son también los podridos que nos rodean: por eso han enredado a tanta gente y durante tanto tiempo
Y así los vemos todavía nosotros, en los telediarios y los consejos de administración, en ruedas de prensa o fumando puros encima de un yate. Porque la maldad, o la podredumbre, muy a menudo no atraviesa la piel y, si alguien no la arranca y la expone en la plaza pública, se queda en la intimidad de la voz interior. Shakespeare, sin embargo, les arranca a latigazos su verdad y la saca a pasear, aunque nos dejen helados su cinismo y su maldad, la ambición de poder o la pura negligencia de haberse acostumbrado a la corrupción cotidiana. Y es en este momento de la verdad radical cuando Shakespeare le hace decir a Claudio, el rey corrupto, asesino y mentiroso, unas palabras imposibles de olvidar: “Entonces, ¿qué me queda? Arrepentirme. ¿Qué no puede conseguir el arrepentimiento? ¿Pero qué pasa si uno no puede arrepentirse? Tengo un alma enfangada que luchando por ser libre se hunde más todavía”. Estos personajes, como los que tenemos tan cerca, son peores que el cangrejo de la fábula: no pueden hacer otra cosa que lo que han hecho, y que hacen todavía, incluso cuando todo el mundo ya lo sabe. Y además, ¡verdad aterradora!, ni siquiera pueden ni quieren arrepentirse. A nosotros, sin embargo, nos toca el resto. No hace falta ser Hamlet, ni tener su inteligencia, que siempre nos abruma: no lo podemos tolerar.