El alboroto de que ha sucedido el ataque a la carpa de Aliança Catalana por parte de la izquierda independentista —con cargos y militantes de la CUP identificados— ha servido para aclarar algunas de las zonas grises de la extrema derecha catalana y la manera como se relaciona con ella el país. En primer lugar, las reacciones de la derecha española en Catalunya después de ver las imágenes de un señor extendido en el suelo han sido de compañerismo y empatía. Parece un hecho menor, pero me parece que, sobre todo durante los años del procés, asumimos que eje social y eje nacional funcionaban cruzados. El postproceso ha borrado este cruce y ha naturalizado el hecho de que la extrema derecha catalana pueda desacomplejadamente simpatizar con la derecha y extrema derecha española, y a la inversa. Mientras tanto, sin embargo, en el eje nacional todo son escaramuzas.

 

Siempre que parece que lo que es español se catalaniza es que lo que es catalán se está españolizando

 

No fue ninguna sorpresa que alguien como Alejandro Fernández explicitara su apoyo a los agredidos el sábado en las Corts, en la carpa de Aliança Catalana; igual que no es ninguna sorpresa que Xavier García Albiol haga tuits entrelazando interesadamente una preocupación sobregesticulada por la lengua y por la inmigración, al mismo tiempo. La derecha y la extrema derecha española saben con quién se disputan los votos. La cuestión, me parece, es si la extrema derecha catalana es consciente de que se los quiere disputar con quien, por encima de todo, ostenta todas y cada una de las estructuras de poder que de un día para el otro los pueden hacer desaparecer. Pensar, pues, que te puedes relacionar con igualdad de condiciones es un espejismo goloso —sobre todo para quien tiene sed de poder—, pero un espejismo, al fin y al cabo. Siempre que parece que lo que es español se catalaniza es que lo que es catalán se está españolizando, y la muestra es que, más allá de recoger la frustración con la clase política de algunos catalanes independentistas, más allá de hacer de coche escoba, Aliança Catalana da el mismo uso a la independencia que le dan ERC, Junts o la CUP: un distintivo identitario que utilizan para poca cosa más que para decir que ellos son los de la barretina. Al fin y al cabo, fue a Salvador Illa a quien se dirigió Orriols después del ataque a la carpa.

Con todo, cuesta pensar que este episodio no es síntoma de un problema de autoestima de la CUP: hace demasiado tiempo que siente que brega con su propia desaparición. Liquidado el procés, por un partido que se endurece ideológicamente a base de confrontación y golpes en el pecho —algunos sustentados ideológicamente con más coherencia que otros—, Aliança Catalana es el antagonista ideal. No es un partido de estado como sí que lo había sido la única extrema derecha con representación institucional en Catalunya hasta ahora: Vox. Además —y diría que eso ya es procurar leer movimientos tectónicos difíciles de palpar—, da la sensación que, por costumbre o por autoodio, la CUP tiene con Aliança Catalana una fijación especial. Escribo autoodio quizás de una manera sádica y poco generosa, pero el marco ideológico cupaire puede inducir un resentimiento contra aquellos que rompen con la premisa que nos merecemos la liberación nacional porque somos más demócratas, o porque los españoles son demasiado de derechas, o porque, sencillamente, somos moralmente más puros. La inexistencia de una extrema derecha catalana organizada durante el procés otorgó a la clase política de entonces la posibilidad de construir este tipo de discursos naifs e infantilizados, y la presencia de Aliança Catalana obliga a repensar en qué términos hablamos de la lucha por la libertad. Si de su presencia tenemos que sacar alguna cosa positiva, que sea eso.

En todo el debate que ha envuelto el episodio en la carpa de Aliança Catalana en las Corts, sin embargo, ha habido argumentos que se han utilizado injustamente. El primero de todos es que la CUP no se ha enfrentado de la misma manera a los militantes de Vox en la calle. Lo han hecho en la calle —no sé cuántos militantes de la CUP o de Arran había, pero en Vic la ultraderecha española tuvo que salir corriendo— y, sobre todo, lo han hecho en las universidades contra el afán alborotador de sindicatos estudiantiles como S'ha Acabat. Es posible que aquello de Aliança Catalana que hace que la izquierda independentista se encienda parta de un camino de psicoanálisis diferente que aquello que, me parece que de una manera bastante más básica, enfrenta la izquierda independentista a Vox. Aun así, decir que no se han enfrentado a ellos solo porque la imagen de hacerle una zancadilla a un señor mayor deja una sensación de angustia en el cuerpo —que la deja— más honda que la de las imágenes de la izquierda independentista enfrentándose a Vox, no parece del todo ecuánime.

El segundo argumento utilizado a la manera catalana que ha envilecido el debate es que quien ejerce la violencia pierde la razón. Y digo a la manera catalana porque esta relación con la violencia y la manera de rechazarla nacen de una indefensión aprendida, fruto de trescientos años de dominación. Es el mismo argumento que se utilizó cuando la juventud independentista quemaba contenedores y, entonces, era igual de blando e igual de infantilitzador. Con todo, el caso es que no es lo mismo enfrentarse violentamente a quien ostenta el monopolio de la violencia estatal —y va protegido y armado— que enfrentarse a otro grupo político en la calle. Además, los partidos populistas se suelen beneficiar de las agresiones que sufren y utilizan la victimización para alimentar la conspiración en que ellos son los portadores de la verdad y por eso se los quiere reprimir. Vistas las reacciones, me parece que el uso político que ha hecho Aliança Catalana ha ido bastante por aquí. Quien utiliza la violencia no pierde la razón, pero es posible que sea el agredido quien se ganará nuevas simpatías.

En tercer lugar, parece que entre la derecha catalana —si es que Junts hace este papel, que cuesta ya de saber— y la extrema derecha catalana se ha puesto de moda hablar de "fascismo de izquierdas". Para cualquiera que no sea un analfabeto político, para cualquiera que tenga unas nociones mínimas de teoría política y de historia, esta locución tendría que ser un disparate. La izquierda puede ser tanto o más autoritaria que la derecha, pero el fascismo tiene unos rasgos ideológicos concretos y únicos que hace que vaya netamente asociado a la derecha. Que, indistintamente, la derecha —más extrema o más moderada, más liberal o más conservadora— se haya prestado a comprar este tipo de marcos, explica en qué condiciones tenemos la derecha del país. Ideológicamente, Junts es una casa de citas. No queda nadie en la derecha catalana que esté pensando a fondo las urgencias del país. De hecho, no queda nadie en la derecha catalana pensando en ninguna otra cosa que no sea volver a tener al alcance las cuotas de poder que hoy son de los socialistas. Que eso sea así, que no haya nadie adobando un marco ideológico coherente desde donde no solo trabajar, sino también sentirse interpelado electoralmente, tiene consecuencias más allá de la representación parlamentaria de los juntaires. Como la derecha catalana es floja —floja no, flojísima— estructural e ideológicamente, en todos y cada uno de los debates la extrema derecha no encuentra ningún tipo de resistencia para actuar en beneficio propio. La extrema derecha se detiene con una izquierda competente, claro está, pero también se detiene con una derecha adobada y nutrida intelectualmente, más allá de las ganas que la izquierda española tenga de relacionar derecha y extrema derecha bajo el paraguas del nacionalismo. En este país, sin embargo, nadie ha hecho este trabajo, y ahora tenemos opinadores, tertulianos y gente variada con voz en los medios subiendo al carro del "fascismo de izquierdas", cuando la oposición argumental a un episodio violento tendría que ser perfectamente articulable desde un prisma clásicamente moderado. En fin: así tenemos Aliança Catalana, la CUP, y todo aquello que hay en medio.