Sobre el feminismo impostado de Alice Munro, que permaneció junto a su execrable segunda pareja hasta qué él murió, no se hacen documentales, ni parece ser noticia excepto para decir que hablaba sobre empoderamiento femenino y escribía soberbios cuentos cortos con veladas alusiones a su vida privada, aunque lo hiciera mientras un machismo de la peor condición la convertía en su objetivo. Es anécdota y no categoría, se alegará, pero para su hija, sobre la que la pareja de Munro ejecutó su abuso sexual con nocturnidad desde los 9 años y hasta que entró en la adolescencia, la anécdota definió un arquetipo, el del pederasta más usual, que es el que se esconde en la familia desestructurada con el silencio de quienes lo saben porque creen que de algún modo el mal menor es callar. Y justo en ese sentido la categoría fue también tragedia cuando, contándoselo a su madre, no solucionó nada, al contrario, todo fue peor: lo que durante 11 años fue un pesado secreto compartido con su verdadero padre (que tampoco movió un dedo, y esto en cambio sí será considerado categoría al tratarse de un hombre), al decírselo a la madre le descubrió la peor traición posible, porque Munro la vio no como una hija indefensa, sino como una mujer rival que el pederasta prefería a ella misma. Es la peor versión de lo que a menudo pasa, y es que la madre calla para conservar al amante… ¿En Munro también era por una necesidad vital? Parece que sí. Su hija, más mujer que ella, ha esperado a que la Nobel muriera para contar una verdad que la ha de avergonzar bajo la tierra.

¿De qué parte de nuestras vidas nos haremos responsables las mujeres, si ni siquiera aquellas bien situadas, reconocidas y amparadas pueden hacerlo?

Hace poco releía la triste biografía de Steve McQueen, icono de lo cool (el rey de eso, intraducible, le llamaban), también producto de una pareja fallida de la que no obtuvo ni protección ni las directrices morales más elementales. Maltrataba a sus mujeres. Ali McGraw, mujer de bandera y promesa del cine, aceptó no ser ni una cosa ni la otra, y hacer cotidiano el desequilibrio de una relación en la que ella no podía ser infiel mientras él le restregaba por la cara sus numerosas conquistas. Quizás mejor dejo el retrato, no sea que condenen al ostracismo películas memorables de este inconmensurable y magnético actor. Pero ya sabemos que eso de la cancelación de la obra por el juicio a su autor va por barrios…

Casi nunca hablamos de por qué ellos maltratan (en muchos casos, repetición de un patrón de desamor y abuso), aunque sí parecen sus maltratos el único crimen para el que la psicología social no suministra excusa suficiente. En cambio, sí decimos que ellas no son culpables cuando lo aceptan, que ese sufrimiento lo asumen porque es estructural la violencia del patriarcado. ¿De qué parte de nuestras vidas nos haremos responsables las mujeres, si ni siquiera aquellas bien situadas, reconocidas y amparadas pueden hacerlo? ¿Qué clase de amor a la pareja permite hacer claudicar la protección a una hija frente al peligro que para ella supone aquél? Alice peor que Ali, sí, pero en todo caso, penoso ejemplo ambas, como ellos, de que el ejercicio de la libertad es muchas veces más responsabilidad que derecho.