Llevaba años sin ir al cine a ver una película de Pedro Almodóvar, y la última —intentando conciliarme con el director manchego-madrileño después de haber dirigido Los abrazos rotos— había sido en streaming y apagué la tele al comprobar que Antonio Banderas seguía fiel a la expresividad que tenía en Átame cuando decía: "Tengo 23 años y 50.000 pesetas. Y estoy solo en el mundo". La película en concreto era Dolor y gloria y aún no he vuelto. Banderas sigue siendo un actor que sobreactúa y siempre parece que tenga 23 años y 50.000 pesetas en el bolsillo.

Tras el éxito cosechado en Venecia y la ovación de 17 minutos, pensé que, con The room next door, Almodóvar y este modesto articulista reharían una relación director-espectador que había pasado por varias fases emocionales. En Kika estuve a punto de desertar, en Volver lo adoré a pesar de Carmen Maura, una actriz sobrevalorada que, últimamente, solo dice gilipolleces catalanófobas. La secuencia de Volver con la Maura interpretando al personaje de Irene escondida bajo la mesa, es de vergüenza ajena. Pero sin Carmen Maura y con Tilda Swinton y Julianne Moore como actrices principales, esperaba que The room next door volviera a enamorarme con el cine de Almodóvar, y el resultado fue tan decepcionante que empiezo a pensar que 17 minutos de ovaciones tienen el mismo peso que las ovaciones que regalan los lameculos del Congreso de los Diputados a sus líderes.

Si no supieras que una película que estás viendo es de Almodóvar, la praxis interpretativa, la estética, el ritmo narrativo y los diálogos delatarían quién está tras la cámara. Pero a pesar de que Swinton y Moore están espléndidas, la historia y los diálogos son un desbarajuste de tal calibre, que casi lleva a la ruina el trabajo de las actrices. Los diálogos son de juzgado de guardia, inflados como un cadáver putrefacto, que incomodan, por petulantes, la dialéctica entre los personajes de Ingrid y Martha. El problema es de guion y el guionista es Almódovar, quien, con sus diálogos, quiere demostrar que es un hombre instruido, capaz de meter a Joyce y a Hooper en una conversación, aunque esta verse sobre el precio de las peras o de las lechugas.

Si te dicen que The room next door va de dos amigas que se reencuentran después de muchos años y que, por culpa de una enfermedad terminal, una le pide a la otra que la acompañe durante sus últimos días antes de practicarse la eutanasia, uno pensaría que está a punto de ver una película que Bergman habría bordado. El problema es que Almodóvar no es Bergman, y la evidencia es que Bergman no hubiera tenido que meter con calzador a Joyce o a Hooper para demostrar que era un hombre muy instruido. En Bergman, todo fluye con naturalidad. Y Bergman tampoco habría incluido subtramas ridículas y personajes estereotipados que demuestran que Almodóvar se mueve mejor en el territorio que va de Lavapiés a La Guindalera, pasando por Salamanca o Malasaña, que en Nueva York y alrededores o de Estocolmo a la isla de Farö.

Las películas que me gustan de Almodóvar son las más castizas, aquellas con estética cañí, kitsch o lumpen, porque cuando se pone trascendente, se le ven todas las costuras

Almodóvar es el típico moderno de capital de país de miras cortas. Un hombre con quien ideológicamente tengo ciertas conexiones, pero que peca de un cosmopolitismo que confunde el culo con las témporas. Las películas que me gustan de Almodóvar son las más castizas, aquellas con estética cañí, kitsch o lumpen, porque cuando se pone trascendente, se le ven todas las costuras. Esta confusión entre modernez y cosmopolitismo se da mucho en Madrid, como también en Barcelona, pero en la capital del reino existe un sector de cosmopolitas autóctonos tipo Mario Vaquerizo, el marido de la tonadillera tecno, que unos creativos publicitarios han designado como imagen promocional de una conocida marca de automóviles caros. Mario y Alaska son los máximos representantes del paleto-cosmopolitismo cheli convertidos en gurús de la modernez por culpa de un país intelectualmente intrascendente. Por supuesto, no estoy comparando el intelecto de Almodóvar con el de Vaquerizo, un tipo al que le va más un Simca 1000 que un Škoda.

Esto del cosmopolitismo es muy preciado. En su adiós, Ada Colau ha criticado a las élites catalanas, a las que ha tachado de provincianas, mediocres y avariciosas, y detrás de la crítica, a la exalcaldesa se le nota un cosmopolitismo muy almodovariano. Colau se cree cosmopolita sin saber que, rico o pobre, el cosmopolitismo se lleva en el ADN, y por mucho que viaje con el superpoder woke de salvar al mundo de la mediocridad del heteropatriarcado, seguirá siendo la capitana Enciam de una nueva política tan rancia como la vieja. Colau se cree miembro de esa élite intelectual alejada de la élite económica, pero también es una provinciana, mediocre y avariciosa, como ha quedado patente a lo largo de los años en los que ocupó el cargo de alcaldesa, donde la autocrítica quedó relegada bajo el peso de su autoritarismo. Si alguien hubiera tenido el poder de...

Si alguien hubiera tenido el poder de decirle a Almodóvar que los diálogos de The room next door sonaban artificiales y sofisticadamente absurdos, y que tenía que recortar hasta simplificarlos por el bien de la película, los 17 minutos de ovación y el "León de Oro" de Venecia habrían sido justificados. Porque Almodóvar ya no comete aquellos errores de ángulo de cámara que confundían al espectador, y ha aprendido a rodar hasta tener un sello estético intransferible y, de vez en cuando, a convertir a actores en estrellas. El problema de Almodóvar es el maldito cosmopolitismo, que te hace creer que eres Bergman, o que tu guion está a la altura de The Dead, el testamento fílmico de John Huston.

"Cae la nieve. Cae la nieve sobre este solitario cementerio en el que Michael Furey está enterrado. Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos". Estas son las últimas palabras de The Dead, unos versos que, trasplantados a la dialéctica almodovariana, suenan a descontextualizados y a forzadas metáforas pronunciadas por Ingrid y Martha, dos literatas de un cuñadismo propio de cena de Navidad.