De vez en cuando, se publican libros sobre cuestiones económicas que uno lee con fruición, como el último de Daron Acemoglu y Simon Johnson, que tratan la relación entre el dominio de la tecnología y la prosperidad de la humanidad. Arrojan una mirada crítica hacia el futuro y llena de interrogantes (Poder y progreso). Hace poco más de diez años, leí otro con todavía más fruición que este, que presentaba una tesis sobre por qué fracasan los países (disponible en castellano), de los autores Aron Acemoglu y James Robinson. Es un libro que responde con explicaciones sencillas, pero con mucho trabajo de investigación detrás, las diferencias que se dan en el nivel de prosperidad de las naciones.
Al principio de esta misma semana, se dieron a conocer los ganadores del Premio Nobel de Economía, y resulta que se concedieron a los tres economistas indicados: Acemoglu (de origen turco) y Johnson (británico), profesores e investigadores del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), y Robinson (de origen británico), de la Universidad de Chicago. En la concesión del premio, se destaca que el 20% de los países más ricos del mundo son 30 veces más ricos que el 20% más pobre, y que esta brecha se mantiene en el tiempo, aunque los países pobres ganen riqueza. Los premiados han demostrado cuán importantes son las instituciones de un país para explicar si este prospera o no prospera. Los países con un Estado de derecho deficiente y con unas instituciones que explotan a la población, no generan ni crecimiento ni transformaciones en la sociedad hacia la prosperidad.
Para los premiados, contar con instituciones políticas inclusivas, incluida la división de poderes, tiene una influencia positiva sobre la economía, el bienestar social y el crecimiento económico. En sentido contrario, cuando un país cuenta con instituciones que solo proporcionan ganancias al grupo reducido de personas que ostenta el poder, se produce abuso, apropiación de rentas y bajo desarrollo económico y social. El modo más sostenible de transferir a la sociedad el poder de este grupo de privilegiados y extractores es la democracia.
Aterrizando en España, es evidente que la calidad de las instituciones en general ha experimentado mejoras a partir de la instauración de la democracia. Y aún ha mejorado más a partir de ser miembros de la UE, una institución con un peso creciente, que marca la pauta y —en muchos aspectos— actúa de garante. Cabe decir que, actualmente, en materia económica, la justicia española tiene una calidad digamos que razonablemente suficiente, en la medida en la que personas y empresas operan con seguridad, sabedores de que se respetan los derechos de propiedad y los conflictos mercantiles, y otros relacionados con la actividad económica se resuelven de forma objetiva. Otra cosa es la velocidad a la que se resuelven, que es lentísima. En todo caso, la gran presencia de empresas extranjeras en el país viene a demostrar que el mundo empresarial confía en este nivel de justicia, una condición sine qua non para operar.
Los países con un Estado de derecho deficiente y con unas instituciones que explotan a la población, no generan ni crecimiento ni transformaciones en la sociedad hacia la prosperidad
Llegados a este punto, quizás el lector se preguntará qué relación existe entre la alta justicia española y el Nobel en los economistas indicados y sus aportaciones. Con "alta justicia" me refiero a los máximos órganos de gobierno del sistema judicial español y sus actuaciones, no en temas económicos y mercantiles, sino en el fundamento de la calidad institucional de un país, la democracia.
Si uno se fija en las múltiples y cada vez más frecuentes injerencias de este estamento judicial en cuestiones que pertenecen a la esfera de la política, se hace cruces de que eso ocurra en un país que pretende presumir de democracia y de calidad institucional. Mi percepción como simple ciudadano, sin dedicarme a estudiarlo, es que la alta justicia incumple principios operativos muy básicos. Para citar dos ejemplos, una actuación de perfil persecutorio contra el independentismo de los últimos años y la guerra judicial contra el legislativo español. Los medios de comunicación nos obsequian con actuaciones demasiado frecuentes que uno diría que atentan contra las funciones objetivas que tiene encomendadas.
La más importante de todas es que, por definición, la alta legislatura debería creer en la división de poderes, eso es, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, y actuar en consecuencia, lo que demasiado a menudo parece que se olvida. La segunda es que la cúpula judicial debería ser imparcial, y la percepción que tenemos es que no lo es, que existen muchos sesgos en sus actuaciones, como por ejemplo el ideológico político (derecha-izquierda), el corporativismo para escalar a las máximas instancias, el activismo contra la diversidad territorial o la asignación de velocidades diferenciadas en la resolución de conflictos, entre otros. Demasiadas prácticas que pueden encontrarse en Turquía, Rusia y China, pero que chirrían en la Europa cuna de la democracia.
En términos de los Premios Nobel de economía, la alta judicatura española transmite la imagen de ser una élite extractiva de la democracia. Fue una lástima que, en la transición de la dictadura, este tema no se resolviera adecuadamente. El país ha crecido económicamente y tiene más renta, pero en materia de democracia, que es el fundamento de la calidad institucional, con esta alta judicatura, cojea, cojea mucho.