Lo mejor de la vela, como deporte, es cómo reta a sus participantes (normalmente en equipo) a utilizar los elementos de la naturaleza a favor de su objetivo. El mar no puedes cambiarlo, el viento no puedes cambiarlo, el clima no lo puedes cambiar: pero puedes cambiar el tendido o la arriada de la vela, el movimiento del timón, la orientación, la fuerza, el tiempo de tu propia acción para que los elementos, a menudo contrarios a tus intereses, se pongan de repente a tu favor. Sin embargo, esto significa que también puede suceder lo contrario: puedes tener el viento a favor, el día más claro del mundo, el mar más adecuado posible y, en cambio, navegar de una manera en que te lo pongas todo en contra. Éste, y no la Copa América, es el problema del ayuntamiento Collboni. Le sucede de forma clamorosa una vez cada dos meses, y de forma más silenciosa todos los días bajo la sombra de su turbia administración. Collboni inauguró su legislatura con pactos contra naturaleza, y un año y medio después, sigue siendo incapaz de poner la naturaleza a su favor.

Los barceloneses no están en disposición de aguantar demasiadas tonterías, no sé si este ayuntamiento se acabará dando cuenta alguna vez. Nunca fue problema que Louis Vuitton viniera a celebrar una pasarela, también con motivo de la copa marítima, y ​​ni siquiera fue problema que se celebrase en el Park Güell; los vecinos indignados no lo estaban contra una marca, sino por haber sido invisibles por el Ayuntamiento: ni compensaciones, ni explicaciones, ni negociaciones. Lo mismo con la provinciana y antiestética exhibición de F1 en medio del paseo de Gràcia, para la que se podrían haber encontrado alternativas como la evidente existencia de un circuito de carreras en la montaña de Montjuïc (esto es, la propia montaña). El frente marítimo de la ciudad no tiene demasiadas alternativas, efectivamente, pero sí que tiene alternativa la mejor negociación de las condiciones fiscales para los participantes, absolutamente exageradas, o al menos, la muy mejorable comunicación de estas condiciones excepcionales a la ciudadanía. El resultado: todas aquellas cifras sobre los miles de millones que el evento “dejará en la ciudad” se convierten en papel mojado y palabrería, sin dejar de lado el daño que este hecho hace a la imagen del deporte de la vela en general: a ver quién es el guapo que ahora dice que no es un deporte elitista (algo que, por cierto, no es). La Federación Catalana de Vela y los practicantes del patín catalán deben estar encantadísimos con este innecesario desprestigio.

La culpa no es de la Copa América: la culpa es de unos gestores municipales que, en vez de contar con la ciudadanía, hacen las cosas a sus espaldas

Vivimos en una ciudad que algunos quieren petrificada, como Pompeya, bajo el volcán de las lejanas Olimpiadas del 92. Aquél no es sólo que fuera un acontecimiento histórico: se explicó bien, implicó al ciudadano, ofreció una promesa factible de progreso general, y multiplicó el orgullo de la ciudad (y del país) de una manera inédita hasta entonces (y desde entonces). Después vinieron grotescas genialidades como el Fòrum de les Cultures, o los supuestamente imprescindibles Juegos Olímpicos de Invierno, que no tuvieron su obstáculo en el gobierno aragonés, ni siquiera en el gobierno Aragonès, sino en la absoluta desconfianza y desconexión del proyecto con la mayoría de la ciudadanía catalana. Una ciudadanía que, por cierto, todavía tenía demasiado reciente el sufrimiento sufrido a raíz de los hechos políticos del 2017 y que no estaba dispuesta, psicológicamente, a ser comprada con caramelitos y con fuegos artificiales cuando la mayor ilusión colectiva desde 1992 (tanto para los partidarios del “no” como para los partidarios del “sí”) quedaba hundida en un agujero de impotencia, de represión y de explícita y descarada ocupación. Como ejemplo, el también artificioso nombre de Josep Tarradellas para el aeropuerto. Poco después, ya dentro del Palau de la Generalitat, el mensaje de las banderas es igualmente explícito. Demasiado explícito como para pretender distraer al público con un pan y circo que, para no parecer tan frívolo y como mínimo, debería saber explicarse mucho mejor. No, la culpa no es de la Copa América: la culpa es de unos gestores municipales que, en vez de contar con la ciudadanía, hacen las cosas a sus espaldas. Como decíamos hace unos meses, Dios me libre de acusar al gobierno Collboni de ejercer el despotismo ilustrado: ahora bien, sí lo acuso de despotismo.

"Todo para el pueblo, pero sin el pueblo” y así estamos, insisto, desde el 2017. Mientras, el barcelonés va viendo cómo se le hace más imposible vivir en la ciudad. Y, cuando apenas logra mantenerse en ella, observa cómo se va haciendo lejana e irreconocible. A ver si lo puedo decir en cuatro o cinco frases: Barcelona no es una ciudad provinciana y no conseguiréis que lo sea. Barcelona no es una ciudad artificial, ni en venta, y no conseguiréis que lo sea. Barcelona no es una ciudad que deje pasar las carencias de transparencia, y no conseguiréis que lo sea. Barcelona no es ninguna cocapital de nadie, y no conseguiréis que lo sea. Barcelona no es una ciudad sin identidad, y no conseguiréis que lo sea. Y sobre todo, Barcelona no es una ciudad hortera. Tenga a quien tenga como alcalde.