Llevo días pensando en escribir un artículo encabezado con este título, copiado de una canción de Georges Brassens que me ha acompañado desde que nací. Cuando mi padre tenía diecisiete años, fumaba con pipa, como Brassens o como Sartre, diez años más tarde nací yo, y muchos años más tarde conservo en casa la colección de pipas paternas y el amor por las canciones del cantante, compositor y poeta de Sète. De Les copains d’abord se pueden hacer varias traducciones. Una, la más utilizada, sería "los amigos primero", y aunque también se puede traducir como "reencuentro", me gusta la primera traducción porque contiene el sentido total de la amistad total, aquella que no deshace ni el paso del tiempo, ni los malentendidos, ni la distancia, ni el contacto permanente, ni la carnalidad, ni la familia, ni los amores circunstanciales, ni tampoco la muerte.
Y mientras pensaba en estos amigos a los que nunca abandonarás ni te abandonarán, me llama un vecino de Vallvidrera con quien compartíamos ratos de horchatas en la granja del funicular cuando éramos niños para decirme que uno de esos copains d'abord ha muerto de un infarto. El que me telefonea se llama Eudald, y el que ha muerto, Miki. La noticia me pilla mientras estoy tumbado en la cama. La noche ha sido larga. Los médicos no saben si el dolor en las piernas es fruto de una hernia discal o de la fractura del labrum, una mierda de fibrocartílago articular que permite el movimiento de la cadera. Y mientras me estaba cagando en todo, la llamada de Eudald me ha dejado tan helado que he dejado de notar el dolor en las piernas. Él, Miki, el chico guapo de la clase, pillo y simpático, ha sido el primero en caer. El último, que apague la luz.
Con Miki estudiamos EGB en la escuela Nabí. Y aunque nos veíamos muy de vez en cuando en reuniones de grupo, formaba parte de esos amigos que suben y bajan del barco, convencidos de un próximo encuentro en el siguiente puerto. Y es que yo veo la vida como un barco al que va subiendo y bajando gente, y muy pocos, si tenemos en cuenta esta existencia desbordada de encuentros con personas invisibles, consiguen un camarote en el que pernoctar cuando los necesitamos o nos necesitan. El miércoles es el funeral y allí nos veremos. La reencarnación de Miki dependerá de nosotros, de mantenernos fieles al servicio de la memoria.
Me he dado cuenta de que necesito desplegar las velas y volver al mar para provocar, en un sentido positivo, nuevos reencuentros
Yo no disfruto de muchos amigos, pero los que tengo, sé que están, que ya es mucho. Y mira que a menudo se lo he puesto difícil con mi actitud destructiva hacia la vida y con un carácter, el mío, propio de un adicto que no entiende ni de equidistancias, ni de grises. O todo es blanco o todo es negro, una actitud propia de los suicidas que van por la carretera en contra dirección pensando que son los demás los que se han equivocado de carril. Si siguen a mi lado, pienso, es porque les transmito una lealtad a prueba de ideologías, creencias religiosas o de estupideces varias, porque ellos o ellas tampoco me lo han puesto fácil. Como reza el dicho: Dios los cría y ellos se juntan.
La razón por la que una persona pasa de ser un conocido a un amigo indisoluble es un misterio. El amor por un amigo no es tan abstracto como el que tienes por un hijo, pero por les copains d’abord también harías cosas reservadas a la ficción. Las amistades profundas son más poéticas que prosaicas, pero, mirándolo bien, a menudo son las cosas más prosaicas las que nos mantienen unidos. Ya querrían muchos matrimonios tener el grado de complicidad que logran algunas amistades, y no me refiero a los follamigos. Yo, en eso de follar, soy más de la estúpida y minoritaria escuela de los heterosexuales enamoradizos.
Con la muerte de Miki me he dado cuenta de que necesito desplegar las velas y volver al mar para provocar, en un sentido positivo, nuevos reencuentros. Y mentiría si afirmara que este amigo muerto a destiempo era uno de mis grandes amigos, pero formaba parte de un tiempo en el que fui lo bastante feliz como para querer volver a él. Metafóricamente hablando, por supuesto, porque Dios me guarde de la máquina del tiempo. Y desde un punto de vista de la amistad, me pasa al revés con Madrid. De los casi veinte años que viví allí —dos semanas cada mes—, no conservo ni un solo amigo, y es bien cierto que el espacio y el tiempo tuvieron una gran responsabilidad. O quizás fui yo, que nunca entendí una ciudad donde no fui feliz, a pesar de mi hijo Marc, y mi infelicidad me dio una imagen de personaje incómodo para los de Madrid, tan satisfechos de "la mejor ciudad del mundo". Lo siento por nacionalistas madrileños como Sergio del Molino, pero este catalán de mierda no la entendió nunca e la nave va.
Los copains d’abord de mi vida, a menudo, no piensan como yo. Tengo más de derechas, menos nihilistas, más de izquierdas, menos dogmáticos, más soñadores, menos simpáticos... con el "que yo" siempre cerrando la frase... y con algunos hablo en castellano, con otros en catalán y con unos pocos en italiano, y espero, con los años que me quedan, encontrar nuevos con los que hablar en inglés o en suajili. Porque esto de la amistad es como un libro inacabado desde el instante en el que entendemos el concepto de la amistad, un concepto donde la intuición nunca falla, como la que tuve con ese chico italiano al que conocí en una clase de inglés en Nueva York y ahora, más de cuarenta años más tarde, es mi fratello. Dell vitalista e gentile Marcello, lo que más me desconcertó fue una generosidad hacia mí que desbordó mi supuesta generosidad, en una época en la que yo vivía como un anacoreta desencantado de las amistades. Actualmente nos vemos poco, pero siempre tengo el barco preparado en el puerto para el reencuentro.
Les copains d’abord, toujours.