El debate de investidura de Alberto Núñez Feijóo empezará en los próximos días. Si no hay sorpresas, en forma de tamayazo, no conseguirá ser investido. Cuarenta y ocho horas antes, José María Aznar —cuyo ademán agresivo no engaña— presidirá en Madrid una manifestación contra la amnistía. El expresidente del gobierno español, que pactó con Jordi Pujol su primera investidura en 1996 con un “coste” bastante elevado cuanto a españolidad simbólica se refiere (la supresión del servicio militar obligatorio, sin ir más lejos), se rasga ahora las vestiduras ante la posibilidad de que el PSOE y Junts lleguen a un acuerdo. Si no fuera porque ya está mayor y tiene dificultades para andar, estoy convencido de que Felipe González asistiría con gusto a una manifestación que dice defender la Constitución. El objetivo de la manifestación es dinamitar a Pedro Sánchez y eso González también lo comparte. Como se ha demostrado con la expulsión del PSOE de Nicolás Redondo Terreros, no existe un enemigo peor que uno de tus correligionarios. A la vieja guardia del Régimen del 78 no le agradan las acciones del actual líder socialista y trabaja para la repetición electoral. Da igual que González y Aznar pactasen con Pujol y le hicieran todo tipo de concesiones —eso sí, a regañadientes— porque necesitaban los votos de los nacionalistas para gobernar. Lo suyo era otra cosa. Pujol explica en el último volumen de sus memorias que, previo al acuerdo con Aznar, se reunió con Felipe González en secreto en un chalé propiedad del CESID. En aquella reunión, González aconsejó a Pujol que optara por apoyar al PP por “sentido de responsabilidad”. No dijo “responsabilidad constitucional”, pero era lo que se sobrentendía de sus palabras. González y Pujol descartaron una alianza multipartita con el fin de impedir el gobierno del PP. Esta era la lógica de un tiempo en el que los convergentes, junto con el PNB, eran el partido que hacía de bisagra en la política española. Defender España por encima de todo
Una constante del españolismo es deplorar la persistencia de la catalanidad
Desde entonces ha llovido mucho, pero la vieja guardia del Régimen del 78 muestra su verdadera cara. No es que sean viejos y se hayan convertido en una panda de gruñones que están dispuestos a expresar su disgusto con un presente que ya no protagonizan. Es algo más. Su intransigencia en contra del uso de las lenguas cooficiales en el Congreso, que ha movilizado a antiguos parlamentarios y altos cargos de la administración del PP y del PSOE en contra de la medida, es la prueba más evidente de que el “constitucionalismo” español está podrido. Se trata solo de una reformulación del lamento de Ortega y Gasset ante la adversidad de que España tuviera que sufrir el hecho catalán. Una constante del españolismo es deplorar la persistencia de la catalanidad. En 2019, el Instituto Elcano, el vivero de ideas patrocinado por el Ministerio de Exteriores español, revivía a Ortega y la conllevancia con Cataluña en un documento publicado en ocasión de las elecciones europeas de aquel verano. Ignacio Molina y Natalia Martín, autores del informe, no escondían la sensación de fatalidad resultado del “problema catalán”: “Siempre existirán en Cataluña importantes voces rupturistas que impedirán considerar el asunto como resuelto del todo y, al margen de que se puede aspirar a reducir de modo notable el apoyo al independentismo, el reto también consiste en aprender a convivir con él”. Parece como si los autores recomendaran a Pedro Sánchez que siguiera el dicho filosófico que soltó Rosa Peral en la última sesión del juicio por el crimen de la Guardia Urbana: “Las cosas imposibles son solo algo más difíciles”. Si la sentencia, aplicada a un asesinato, estremece, interpretarla con un enfoque político y desde las identidades, que es el debate de fondo, le otorga el tono trágico que ya tenía el nacionalismo de Ortega.
Considerando los antecedentes, es evidente que Pedro Sánchez —o el PNV— están dispuestos a pactar con Junts por necesidad más que no por convicción. Los que se han visto obligados a asumir lo inevitable son ellos y no Carles Puigdemont, quien hasta las últimas elecciones era considerado un proscrito y un apestado. El president electo, destituido mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución que votó el PSOE, optó por el exilio porque, una vez fracasado el intento de proclamar una República catalana independiente, creyó que la resistencia se organizaría mejor en el exterior. Si uno no es un sectario recalcitrante, deberá reconocer que no fue una mala estrategia. Quedarse, y ser indultado a los cuatro años, ha inhabilitado a los políticos encarcelados. Ustedes me indicarán que quedan dos (Junqueras y Turull) y un tercero, Josep Rull, quien, como todos sabemos, espera tener una nueva oportunidad si consigue ganar las primarias de Junts para encabezar su candidatura en las elecciones catalanas de 2025. Los tres tienen fecha de caducidad, les guste o no. Los que critican el exilio de Puigdemont desde el independentismo, a veces parece que asuman el relato españolista sobre la “fuga” cobarde de quien no tuvo los huevos, dicen ellos, de defender la DUI el 27-O. Es la misma gente que ahora critica el posible acuerdo sobre una amnistía que alcanzaría, según ha consignado Òmnium, a 1.432 personas. No estoy seguro de dónde leí que “a veces tienes que pasar por lo peor para poder llegar al quizás”, pero me parece una afirmación muy apropiada para enfrentar el pacto de investidura con el PSOE a cambio de una amnistía exprés, pagada a toca teja antes de la votación a favor de Pedro Sánchez. Además, en las confrontaciones civiles, así como en las guerras, el bando que no cuida a sus combatientes acostumbra a perder. Dejar abandonada la “tropa” favorece la desmoralización. No son las derrotas lo que perturba, es la indiferencia de los líderes por la suerte de quien ha luchado bajo sus órdenes.
El indulto de los nueve vips del Procés no despertó ni la mitad de entusiasmo que ahora suscita en los independientes una posible amnistía que beneficie a todos los combatientes
Pactar la investidura de Sánchez a cambio de la amnistía y de encontrar un mediador para resolver el conflicto no es ninguna bagatela. Se acompaña, además, de una “condición previa” identitaria nada despreciable: que el catalán pueda usarse en las Cortes y en la Unión Europea. ¿Este pacto solucionará el problema de fondo? ¡Por supuesto que no! ¿Es creíble que un simple pacto de investidura revertirá los recelos, las intransigencias y el españolismo desbocado? ¡De ninguna manera! Basta con recordar lo que hicieron Aznar y González cuando no necesitaron los votos de Pujol. Sánchez aceptará las condiciones de Puigdemont y Junts, si lo hace, no por convicción, sino por necesidad. Él sabe que el independentismo no renunciará a decidir sobre la independencia, acordada o unilateral. Sin embargo, para el independentismo, la amnistía significará poner el contador a cero para poder comenzar de nuevo. No piensen que el bando contrario no se haya percatado de ello. Otro presidente de la Generalitat, el socialista José Montilla, en una entrevista realizada hace unos días reclamó a los defensores de la amnistía que se comprometieran a no repetir sus actos. Que Montilla no se inquiete, supongo que el independentismo no repetirá los mismos actos cometidos en el pasado, porque probablemente terminarían del mismo modo. Lo intentarán otra vez de forma diferente, aunque en estos momentos nadie, absolutamente nadie, ni los de la cuarta lista, sepa cómo hacerlo. Por eso, la situación actual es buena para que el independentismo recupere el aliento y afiance su posición. El indulto de los nueve vips del procés no despertó ni la mitad de entusiasmo que ahora suscita en los independientes una posible amnistía que beneficie a todos los combatientes. Las encuestas lo demuestran, mientras Junts sale ganando con ello. Contrariamente a lo que ocurre con un indulto, que es simplemente un perdón, la amnistía extingue el supuesto delito. Eso lo saben Aznar y los que convocan la manifestación en Madrid para atacar la amnistía, y también lo saben los exaltados círculos intelectuales del PSC-PSOE. Javier Cercas escribía en su pieza habitual "que una amnistía no equivale al perdón, ni siquiera al olvido; una amnistía equivale al borrado del delito: a declarar que el delito jamás existió." De eso se trata: el 1-O jamás fue un delito, mal que les pese a estos supuestos demócratas que solo buscan venganza y castigo por el éxito obtenido por los independentistas.
La amnistía constituye, por consiguiente, una nueva oportunidad para el avance del independentismo. Por esta razón, me parecen un error los vaivenes de Esquerra, que corre como un pollo decapitado, porque un día fija la amnistía como una línea roja y al otro día afirma que la exoneración previa de los combatientes puede esperar. También me parece erróneo el comportamiento de los “intransigentes”, que se expresa en las redes sociales o en artículos, que propagan la noticia falsa y malintencionada de que la amnistía es la moneda con la que el estado pagará la rendición de Puigdemont. El presidente en el exilio se equivoca como todos los demás. Lo ha demostrado con creces y ahora podría caer en la trampa que se entrevé en unas declaraciones de Jaume Asens y en otras de Yolanda Díaz que echan agua al vino. Vamos muy mal si esta es la dinámica. O amnistía y mediador, o nada. Y es tan importante una condición como la otra, porque la figura del mediador está vinculada con pactar posteriormente la autodeterminación. Los subterfugios son trampas. La lista de errores de Puigdemont es larga y la historia ya los juzgará. Ahora bien, presuponerle engaño antes de empezar a jugar la partida y ver cómo acaba y en qué consiste el acuerdo, me recuerda el famoso tuit de Gabriel Rufián de diciembre de 2017, en el que usó, con su proverbial demagogia castiza, la metáfora bíblica de las “155 monedas de plata” para acusar a Puigdemont de vendido. No ha sido necesario esperar mucho tiempo para determinar quién estaba equivocado. Puigdemont no es infalible, pero por lo menos tiene la pillería de la gente del norte de Catalunya. Son capaces de alcanzar lo que se proponen.