Un nuevo fantasma recorre el mundo. Es el fantasma de la reacción iliberal que amenaza la democracia. No lo digo solo yo. Lo afirman los mejores analistas del mundo. El profesor Steven Levitsky, coautor con Daniel Ziblatt de un libro que les recomiendo, How democracies die (2018), la semana pasada insistía en que es necesario que aprendamos de las malas experiencias pasadas para poner remedio a la deriva autoritaria que se apodera del poder aquí y allá, en Argentina o en Hungría, pero también en los Estados Unidos. España no es una excepción. Aún no ha transcurrido un siglo del gran desastre de los años treinta del siglo XX y parece como si no hubiésemos aprendido por dónde se coló la indiferencia que hizo crecer el totalitarismo en las dos versiones, nazi y comunista. Las dictaduras latinoamericanas de los años setenta son más recientes todavía. La democracia muere cuando no hay quien la defienda. Cuanto más débiles son los defensores de la democracia, más posibilidades de que los extremistas avancen hacia el poder, lo controlen y lo adulteren. Según Levitsky y Ziblatt, las amenazas contra la democracia ya no terminan, por lo general, con un estallido tomentoso (un golpe militar o una revolución), sino con un leve gemido: el lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales, como son el sistema judicial o la prensa, y la erosión global de las normas políticas tradicionales. Los intentos por controlar la justicia en Turquía, Hungría o Israel son un claro ejemplo de cómo puede morir la democracia en estados teóricamente democráticos. Si bien estos dos profesores de Harvard analizan concretamente el caso de los Estados Unidos y Donald Trump, el libro aporta reflexiones universales sobre el deterioro de la democracia y cómo ponerle remedio.
La debilidad de la democracia en España es anterior a la era Trump. Ferran Requejo lo ha apuntado muy bien. Entre los errores y deficiencias del Régimen del 78, destaca singularmente uno: no haber reformado, ni antes ni después de la aprobación constitucional, el poder judicial heredero de la dictadura. Es un déficit estructural que socava los cimientos del Estado de derecho. La actitud de los jueces ante el crecimiento del independentismo en Cataluña ha sido cargarse los principios de independencia e imparcialidad. Muchos ciudadanos de Cataluña han probado la medicina que ya se había aplicado a ciudadanos vascos en la época de la lucha contra el terrorismo de ETA. Con la excusa de poner fin a la violencia, entonces ya se dieron múltiples ejemplos de que la democracia en España tambaleaba. No solo porque todavía hoy no sabemos a ciencia cierta quién era el famoso X de los GAL, aunque todo indique que era Felipe González, sino porque la “justicia” española amparó la tortura sin ruborizarse. La tortura en el Estado español es una práctica documentada, investigada y denunciada por organizaciones internacionales como las NN. UU. y Amnistía Internacional y nadie le pone freno. Se calcula que más de siete mil ciudadanos vascos sufrieron torturas después de la aprobación de la Constitución de 1978. La Audiencia Nacional fue el cómplice necesario para ello, la guerrilla judicial.
Si los socialistas y los medios de comunicación estuvieran comprometidos sinceramente con la democracia, la crítica tendría que dirigirse contra un sistema judicial que hace política con el Código Penal a partir de distorsionar e inventar la realidad
Hasta 2021, el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos había condenado diez veces al Reino de España por no investigar las denuncias de tortura interpuestas por los afectados. Lo más sensacional es que en siete de esos casos (un nada despreciable 70 %) el juez instructor se llamaba Fernando Grande-Marlaska, actual ministro de Interior de Pedro Sánchez. Cuando Pablo Iglesias era vicepresidente del Gobierno, este juez “descuidado” ya era ministro y no puso ningún impedimento. La democracia se debilita no solo porque haya jueces prevaricadores, sino porque los políticos que tendrían que garantizar los derechos humanos de todos los ciudadanos, incluyendo los de los supuestamente delincuentes, miran hacia otro lado. En la oposición, todo el mundo recuerda los versos del famoso poema falsamente atribuido a Bertolt Brecht, pero realmente escrito por el pastor luterano alemán Martin Niemöller, sobre la persecución nazi. Lo más difícil es recordar el verso final: “Cuando vinieron a por mí, ya no había nadie que pudiera protestar”, cuando se gobierna. Por eso la izquierda española no es de fiar. También por eso el diputado de ERC Ruben Wagensberg se marcha a Suiza, asustado por la arbitrariedad de la democracia española. Por miedo a ser víctima de una represión irracional.
Después de la represión generalizada de 2017, aceptada por el PSOE y tolerada por el conglomerado Podemos-comunes-Sumar, ahora resulta que la culpa de que la justicia española sea una madriguera de españolistas recalcitrantes, dispuestos a todo para defender la unidad de España es culpa del independentismo. Para que una democracia sea real, afirman Levitsky y Ziblatt, hay que garantizar el derecho de las minorías. En España no se respetan, especialmente, las minorías nacionales, y cuando se da un paso adelante para poner remedio a la injusticia, siempre es resultado de un parto con fórceps. ¿Cuánto se ha tardado en poder hablar en catalán en las Cortes españolas? Si lo contamos desde las Cortes de Cádiz, la evidencia pone los pelos de punta. Si ahora ha sido posible conseguirlo es porque Pedro Sánchez necesitaba siete votos para poder construir una mayoría parlamentaria que se opusiera al partido que había ganado las elecciones, que no era otro que el PP. Nos guste o no, España tiene una derecha y una extrema derecha tan fuerte como lo pueda ser en los Estados Unidos o en Polonia. Pero a pesar de que esto sea así y pueda asustarnos, lo peligroso es creer que la solución llegará con una izquierda como lo actual, que actúa animada por el oportunismo, sin ninguna convicción real de cambiar las cosas. Este es el problema de verdad. El PSOE ha aceptado negociar con el independentismo, y más concretamente con Puigdemont, porque no tenía otra opción si quería conservar el gobierno. Le falta un verdadero espíritu reformista y las proclamas de los entornos de Sumar sobre que con la amnistía se abrirá el cielo de una España plurinacional, radicalmente democrática y socialmente justa son, simplemente, palabrería imaginaria.
Después del voto en contra de Junts al proyecto de amnistía, tal como estaba redactado, han caído sobre el partido de Puigdemont todo tipo de críticas. Incluso alguna de ellas interna y bastante estrafalaria. La prensa madrileña, dado que mayoritariamente es cavernícola y facha, casi se ha alegrado de ello, porque ha reafirmado su relato catastrófico para atacar al PSOE, sin preguntarse nada sobre si la amnistía es necesaria o no. Tienen clarísimo que lo ocurrido en Cataluña en 2017 era terrorismo. Los jueces se inventan el relato y los diarios de la capital lo replican y lo aumentan. Carl Schmitt, el jurista de los nazis, en estado puro. Pero es que la prensa de Cataluña, mayoritariamente decantada por el PSOE y ERC, si los republicanos se alinean con los socialistas, justifica la situación para criticar la posición de Junts. Si los socialistas y los medios de comunicación estuvieran comprometidos sinceramente con la democracia, la crítica tendría que dirigirse contra un sistema judicial que hace política con el Código Penal a partir de distorsionar e inventar la realidad. Después de las declaraciones de los jueces sobre el alcance del terrorismo durante el proceso, la única alternativa posible era intentar blindar el flanco descubierto con la introducción de unas enmiendas para taponar la grieta. La política responde a coyunturas concretas y puesto que los jueces ya han apuntado cómo piensan atacar la promulgación de la amnistía, Junts no tenía otra alternativa que subir el listón. En un momento como el actual, la ley de amnistía no solo no es “robusta”, como pretenden difundir el PSOE y ERC, sino que puede convertirse en una trampa. La democracia funciona cuando los partidos están dispuestos a aceptar la derrota. Y eso vale tanto para el PP como para el PSOE. El parlamentarismo es así. Negar la legitimidad del adversario es un indicador claro del comportamiento autoritario que está matando la democracia.