Hay una campaña publicitaria que me gusta: la que coloca a las enfermeras en el lugar que se merecen. Solo lamento el olvido que se hace de los enfermeros, pocos en porcentaje, sin duda, y de los auxiliares y las auxiliares de enfermería.

Conozco muy bien a la gente que forma parte del gremio. Con un hijo nacido con dos de las enfermedades llamadas raras, por minoritarias, la vida del niño y la nuestra —madre y padre— habría estado más difícil sin ellas. En muchas de estas enfermeras (y cuando hablo de ellas también incluyo al resto del personal), encontramos el compañerismo y la ayuda para poder soportar y superar los durísimos trances que vivimos como visitantes de larga duración en los hospitales. Y también en algunos médicos, aunque, a veces, topamos con ciertos ejemplares que me hicieron pensar que durante la carrera de medicina no habían cursado las asignaturas destinadas a facilitar la empatía del facultativo con el paciente.

Como padre, siempre me quedó la sensación de ser un invitado cuando el gremio de enfermeras y de médicos se dirigían a nosotros para explicarnos la evolución de nuestro hijo. Sobre todo en Sant Joan de Déu. Ante una pareja rota, nunca tienes que tomar partido por ninguno de los dos miembros, a menos que al padre le falte inteligencia emocional o sea un psicópata potencial. No tengo tendencia a contar mi vida privada y menos en un hospital, y no encontré el cariño que mi ex sí encontró por su facilidad para intercambiar confidencias. Me faltó estrategia, sobre todo, en el hospital de los Turrons Vicens.

Han pasado tres años de la muerte de mi hijo y más de once desde que abandonamos Sant Joan de Déu. De esa vida casi carcelaria en el edificio situado en la falda de Collserola guardo muchos recuerdos, con el rencor justo para sobrevivir y el reconocimiento hacia algunas enfermeras. No así hacia un cuerpo facultativo que hizo de las medias verdades un dogma de fe.

Una vez que la madre se llevó al niño a Madrid, de las cuestiones médicas se hizo cargo el Hospital del Niño Jesús. La vida de mi hijo no dejó de ser dura, a pesar de su alegría de vivir inasequible al desánimo, y nunca dejaré de estar agradecido al cuerpo de enfermeras por el amor que le dieron a Marc. Tanto, que las consideraba su familia, y en el penúltimo de sus ingresos se despidió, cuando le dieron el alta, con un "adiós compañer@s" que todavía resuena en mi corazón de padre afligido. Lamentablemente, de ese penúltimo ingreso, Marc saldría con el Clostridium difficile en su organismo, una bacteria que lo mató cuatro semanas después. Tanto en el Hospital Infantil Universitario del Niño Jesús como en el Hospital Universitario de La Paz, los médicos también se ganaron el grado de "compañer@s".

Nunca dejaré de estar agradecido al cuerpo de enfermeras por el amor que le dieron a Marc

Yo he conocido, sobre todo, a las enfermeras que trabajan en la UCI pediátrica y las admiro por su coraje. No hay nada más duro que ver sufrir a un crío y no terminar loco cuando todo lo que haces por él no tiene el éxito esperado. He asistido a la muerte de algunos niños en la UCI y todavía me cuesta imaginar la sensación de fracaso de todas esas profesionales que habían luchado hasta la extenuación física y mental por salvarles la vida. Las enfermeras tienen una valentía que yo nunca tendré, razón por la cual siempre las tendré en el altar más alto de mis altares confesables.

Y todavía me cuesta más imaginar cómo dejan la bata y se van a casa con toda esta mierda en la cabeza y son capaces de aparcar las vivencias, a menudo, inesperadas de la UCI y conciliarlas con la vida cotidiana de mujeres y hombres de la calle. Sin una gran vocación, sin un gran amor hacia el trabajo, sin una gran capacidad para empatizar con sus niños y niñas, la vida del niño enfermo sería un viacrucis insoportable.

La mente trata de borrar las imágenes insufribles, aquellas que convierten la palabra suicidio en un compañero de viaje permanente, pero recuerdo la lucha de las enfermeras, de los enfermeros, de los auxiliares de enfermería para salvarle la vida a Marc. Fue y será la semana más terrible de mi vida, pero sin el calor de todo ese gremio de profesionales, el tráfico entre la vida y la muerte de mi hijo habría sido invivible.

El 12 de mayo fue el Día Internacional de las Enfermeras y merecerían una década internacional para alabar su trabajo. Supongo que, como en todas las profesiones, las hay nefastas, pero mi experiencia con las trabajadoras de las UCI infantiles hace que les quiera dedicar este artículo de opinión.

Las enfermeras cobran demasiado poco por la responsabilidad que tienen. A menudo, hacen turnos de noche o guardias para llegar al final de mes, pero las que yo he conocido siempre han estado al pie del cañón y con las energías despiertas hasta el minuto final del cambio de turno. Es cierto que las profesionales que trabajan en la UCI cobran más, pero son las que viven 8 horas seguidas haciendo equilibrios sobre el filo de la navaja, lo que separa la vida de la muerte. A la UCI van las mejores, exigidas a vivir constantemente con la adrenalina al máximo, a saber tanto como los médicos que las dirigen, a conocer al paciente mejor que nadie. Muchas de estas enfermeras tienen que pedir, en algunas ocasiones, la baja por estrés. A eso se le llama vocación.

Y es por la memoria de mi hijo y por mi agradecimiento que dedico este artículo a todas aquellas que fueron verdaderos ángeles de la guarda de Marc, y lo concluyo con un afectuoso "adiós compañer@s".