Ha tenido que ser portada este miércoles en el Financial Times el encarcelamiento de los dos titiriteros para que la fiscalía de la Audiencia Nacional rectificara su posición, solicitara su libertad y después de cinco días en Soto del Real, la recuperasen. Eso sí, con unas drásticas medidas del juez Ismael Moreno, que les obliga a comparecer en el juzgado a diario, entregar el pasaporte y no abandonar España. Como es sabido, la policía detuvo a los dos cómicos por haber mostrado en un espectáculo el cartel "Gora Alka-ETA" para denunciar un montaje policial e inmediatamente fueron acusados de enaltecimiento del terrorismo.
No es la primera vez que la libertad de expresión y sus límites está sujeta a debate. Tampoco será la última. El criterio correcto siempre acostumbra a ser la proporcionalidad y es obvio que más allá de un espectáculo de baja calidad y muy mal programado por parte del ayuntamiento de Madrid, que además lo situó en horario infantil, no estamos ante un acto de enaltecimiento del terrorismo, sino de una supina estupidez. Pero cuando se pierde el sentido de la proporcionalidad, es el poder el que pasa a estar inmediatamente sometido a inspección de los ciudadanos. El terrorismo de ETA ha sido una lacra que se ha prolongado durante décadas y ha hecho un daño irreparable a las víctimas y a la sociedad en su conjunto. Sólo eso debería ser motivo para que no se confundiera la representación de dos comediantes con el terrorismo.
Lo mismo vale cuando se afirma alegremente por parte del ministro del Interior en funciones que "ETA espera como agua de mayo un gobierno PSOE-Podemos" con el apoyo del PNV. La legítima crítica política entre partidos no debería llevar aparejada una descalificación que sembrara dudas sobre la posición de las formaciones políticas en la cuestión del terrorismo. Sobre todo porque en el caso que nos ocupa, los socialistas, y en menor medida, el PNV, han tenido que acudir a muchos funerales de compañeros suyos asesinados por ETA.