Los autoproclamados constitucionalistas, especialmente los cocidos en el caldo de la Transición contra la cual lucharon, se tildan de firmes defensores de la Constitución y de lo que ellos entienden por constitucionalismo, es decir, una única visión de la Constitución que, básicamente, consiste en solo utilizarla si pueden sacar provecho. Es decir, tienen un constitucionalismo propio de la ley del embudo. Así es el PP, primer partido antisistema de España, como he manifestado en múltiples ocasiones.
Desde la ocupación —sí, ocupación— en 2011 de todos los órganos de gobierno del Estado, salvo las irreductibles Euskadi y Catalunya —y alguna otra—, y de los órganos de control del poder político, incluso más allá de su ciclo electoral. Así, durante la mayoría rajoyana tuvieron el Gobierno, las Cortes, el CGPJ, el TC, el Tribunal de Cuentas y todas las comisiones y agencias estatales de control, desde las de competencia en las reguladoras, muy regado por una corrupción sin parangón. Desahuciados del poder por una moción de censura y apartados después por dos elecciones seguidas, quieren prolongar su poder y retienen los organismos de los cuales se resisten a ser desalojados como mandan las leyes, pasándose la normativa por el arco del triunfo.
Dos casos flagrantes. El primero el ya sabido relativo a los más de 4 años de caducidad del mandato del CGPJ, ahora prácticamente paralizado y del que los vocales permanentes disfrutan de una jugosísima bicoca salarial, que tiene toda la pinta de ser la recompensa por su obediencia canina, insensible, a las directrices partidarias. Claman sus principales por la despolitización de la Justicia y controlan tanto política como sesgadamente el órgano de administración de la Justicia. El contrasentido, sin embargo, a pesar de todas las alarmas y alertas, hispanas y europeas, es como si oyeran llover. El informe del pasado día 5 del GRECO vuelve a incidir en este tema. Donde, sin embargo, no hay vergüenza, no hay pena. El PP se ha pasado los cuatro años alegando un abanico de estrafalarias razones para no cumplir puntualmente el mandato constitucional, mandando que no está sometido a ninguna condición una vez el ente en cuestión ha finalizado su vigencia. Buen ejemplo de constitucionalismo. Del suyo, claro está.
Ahora se plantea otra batalla. La renovación del TC. Los cuatro miembros caducados son de procedencia no parlamentaria. Dos son nombrados a propuesta del Gobierno y dos a propuesta del CGPJ. Estos dos magistrados han sido escogidos siempre por consenso a la española: uno de obediencia conservadora y otro de obediencia dicha progresista. Ahora resulta que el moribundo CGPJ en su infinito estertor no encuentra a un candidato conservador. ¡Mano de santo! Quizás lo que quieren, entre otras cosas, los conservadores, que no encuentran conservadores, sea conservar la generosísima bufanda mensual de miles de euros in aeternum.
Sea como sea, el Gobierno, para intentar desbloquear la situación y, de paso, cambiar el sesgo ultraconservador y descaradamente partidista del actual TC, ha propuesto a sus dos candidatos. No entraremos aquí ni en su idoneidad ni en su oportunidad, pues, como mínimo, tendrán que abstenerse de conocer pleitos constitucionales tanto el magistrado Campo como la catedrática Díaz en innumerables ocasiones.
La cosa no va por aquí. Corre por Madrid el rumor —en Madrid las bromas conservadoras son mandatos, como bien sabemos— que los magistrados del TS —los caducados también— votarán la idoneidad de los candidatos gubernamentales. Primero, hay que decir, que la Constitución no atribuye a los magistrados del TC el examen de ningún tipo de idoneidad de los candidatos propuestos por los órganos legitimados para hacerlo. Solo impone la obligación que los escogidos sean juristas de reconocida competencia con 15 años de profesión (art. 159. 2 CE). Por su parte, la ley del TC, que no habla de idoneidad, en sus arts. 2. 1 g) y en el 10. 1. i) habla solo de la verificación de los requisitos de los nombrados —no meramente propuestos— para ostentar el alta magistratura. La verificación de aquellos no puede ser más que formal: quince años de profesión jurídica y una trayectoria relevante, que obviamente no quiere decir famosa. La carrera jurídica del muchos de los magistrados del TC nos costaría verificarla.
Al fin y al cabo, la verificación de lo que constituye la trayectoria profesional sería adentrarse en terrenos que, como mínimo, invadirían competencias de los órganos constitucionales encargados de los nombramientos. Por si entramos en los nombramientos, podemos entrar, aunque sea dialécticamente, en el de algunos precedentes, que todos podemos tener, con razón, en la punta de la lengua o de la tecla. La Constitución, lisa y llanamente, no atribuye a ningún órgano la revisión de los requisitos materiales de los candidatos a miembro del TC. Hacerlo sería tanto como desapoderar los órganos competentes.
Sin embargo, siguiendo con el rumor, es bien posible que el TC actual rechace, gracias a su sesgo más que conservador, los candidatos propuestos por el Gobierno. La única salida para evitarlo o repararlo es, como se hizo para paralizar los nombramientos del caducado CGPJ, enmendar la ley del TC y suprimir los dos preceptos enlazados más arriba. Se podría decir que es un escándalo hacerlo. Ningún escándalo: sería un remedio a —este sí—, el escándalo de la usurpación por parte del TC de la facultad de nombramiento de los magistrados que lo tienen que integrar, facultad de la cual carece y que no le corresponde.
Otra complicación que lleva el rumor, hace referencia al hecho de que la designación de los cuatro magistrados no parlamentarios del TC se tiene que hacer simultáneamente. Falso. Sin embargo, ya con el primer TC como en la renovación de 2004 se produjeron en dos turnos separados. En 1980, primero fue el nombramiento por parte del Gobierno, porque el CGPJ todavía no estaba constituido; cuando lo estuvo, propuso a sus candidatos. La segunda ocasión fecha de 2004. En aquel momento, convocadas elecciones, el gobierno estaba en funciones y no se procedió al nombramiento de los dos magistrados que le correspondían, cosa que sí que hizo el CGPJ. O sea, que la fragmentación del nombramiento es posible. Si el rumor se convierte en realidad, resultaría adecuado reformar nuevamente la ley del TC en el sentido de permitir la separación de los nombramientos y santas pascuas. A la inconstitucionalidad radical de comportamientos hay que responder con reformas legales que respeten, precisamente, el espíritu constitucional.
Pero la lealtad constitucional es algo que los antisistema instalados en el sistema distan mucho de ejercer. Estos, al fin y al cabo, son los guardianes de las esencias que nos quieren hacer pasar día sí y día también.
PS. Ayer, en estas páginas, Josep Cruanyes, que tiene la amabilidad de seguir mis contribuciones, publicaba Los experimentos, con gaseosa. Puedo estar muy de acuerdo con la inmensa mayoría de argumentos y ejemplos que cita. Solo discrepo en dos cosas, seguramente menores. La primera que, con cierta condescendencia, considera mis consideraciones teóricamente universitarias. Sin embargo, es público que hace más unos 35 años que estoy colegiado, he pisado absolutamente todo tipo de juzgados y tribunales y llevo a las espaldas obras teóricas —algunas, mal está que lo diga yo, de referencia— y prácticas —escritos de sazón, procesales y dictámenes— de, en general, bastante éxito. Me considero muy pegado a la realidad del derecho que aplicamos o sufrimos, según se trate.
En segundo término, la reforma, que debería ser mejorada —no está acabado el iter parlamentario—, ciertamente castiga todavía las ocupaciones pacíficas. Pero en el artículo del sábado pasado que le sirve de base a Josep Cruanyes, se cita una reciente sentencia en la cual, aplicando la redacción actual, el escrache a la sede de PP barcelonés se declara penalmente impune. La reforma, según mi opinión, no impediría sino que todavía lo facilitaría más, pues la reforma de los desórdenes públicos es más benigna que la redacción actual. La queja, que puedo compartir, no viene de la redacción de los preceptos, sino de la arbitrariedad de su aplicación, en este y otros terrenos —también los no penales— que Cruanyes cita, con acierto, profusamente. Podríamos añadir la misma aplicación del 155 que no tiene en su contenido ningún amparo constitucional y que unos cuantos recurrimos judicialmente. Denuncia Cruanyes, también con razón, lo que denomina sistema dual español —derecho a la carta según cuál sea el justiciable— por parte de algunos organismos y que otros denominan Lawfare, como lo acuñó el tristemente célebre general Dunlop. El tema de la interpretación judicial que se ha demostrado en demasiadas ocasiones sesgada, cuando no contraria a la literalidad de la norma y a la misma esencia de los derechos fundamentales, es algo inevitable, si no se cambian los operadores. El cambio de la ley es insuficiente, si el aplicador no es leal al dictado del derecho salido del Parlamento. Reitero, porque me halaga, la atención recibida por un colega de toga de la relevancia de Josep Cruanyes.