El PP, cada vez más escorado a la derecha extrema, cada vez más trumpista, cada vez más con la tentación del niño rico de llevarse la pelota si no se juega como él quiere, se presenta como autodeclarado exclusivo y excluyente paradigma del constitucionalismo, con todos los ismos radicales y populistas que esto comporta.
En parte, su agitprop permanente, con más meteduras de pata que aciertos —por ejemplo, sus pomposas y publicitadas visitas a Bruselas que se cuentan por sonoras bofetadas—, no hacen que el PP rectifique mínimamente el rumbo ni la exposición de una realidad que no es la que los ciudadanos, a pesar de todo, perciben. Aumenta el empleo con avances en la calidad de los puestos de trabajo, empezando por la duración indefinida de los contratos laborales, la actualización de las pensiones, la inflación, con la gravitación de los precios de la alimentación en contra, es la segunda más baja de la UE, se ha rebajado la factura de la electricidad y del gas, los transportes públicos básicos son mayoritariamente gratuitos, en especial los que dependen del Estado, se han aumentado las becas, los trabajadores han recuperado parte de los derechos que el PP les expolió, se consolidan derechos de las mujeres, de menores y de minorías que ya pueden salir a correr sin demasiado miedo...
Lisa y llanamente, con el PP se vive mucho peor, dejémonos de historias. No todo, ni mucho menos, es obra de un reizquierdizado PSOE, sino que los hijos de Pablo Iglesias —el impresor, no el televisivo de hoy en día—, haciendo de la necesidad virtud, han tenido que pactar políticas y disposiciones legales que nunca hubieran soñado pactar. Quizás solo en las pesadillas iniciales de Sánchez, Pedro, con las primeras elecciones del 2019. Después, con la repetición, como un potente antidepresivo, en 48 horas se dio paso al gobierno de coalición y a dicha mayoría de investidura, que los demócratas de guardia, principalmente, los orgánicos, tildaron de gobierno Frankenstein. Y no han sido pocas las dificultades: pandemia, volcán, Putin... y Catalunya. Siempre Catalunya.
El ministerio fiscal en España es una excepción fáctica en el mundo occidental; dista de ser el instrumento que ejecuta la política criminal del gobierno dentro, claro está, del marco de la ley
Ciertamente, quedan todavía muchas cosas por hacer, Catalunya la principal, para intentar superar el umbral azañista de la conllevanza, que parece que, hoy por hoy, es el que más puede soportar la genética nacionalista española de solo una y no cincuenta y una.
Volvamos, sin embargo, al PP, más antisistema que nunca. No contento con hacer el ridículo, apoyar a las huelgas organizadas por las derechas más corporativas y casposas, ni con montar pitadas a los miembros del Gobierno en los actos públicos que concurren, ahora el extremadamente moderadísimo Feijóo no ha tenido otra idea que reunirse con unos 50 fiscales de la derecha más rancia de la Fiscalía. Había, entre otros, fiscales de sala del Tribunal Supremo (por ejemplo, el exmagistrado del TC Antonio Narvaéz o la ex fiscal general del Estado Consuelo Madrigal), con el cobijo de la presidenta de la Asociación de Fiscales, Cristina Dexeus —destinada en Barcelona—, autora de la frase que bien podría ser el lema del encuentro y recordada por el extremoso invitado: "Se me erizan los pelos cuando escucho el himno de España".
Todo eso recuerda a las nefastas reuniones patrióticas entre políticos y uniformados, madre de todas las conspiraciones, con consecuencias para todos recordadas. O lo que es lo mismo: la conspiración para llegar al poder. Recuerdan también a reuniones más recientes, en especial durante la última legislatura de Felipe González, en que promiscuos periodistas, políticos faranduleros, algún togado y otros especímenes conspiraban abiertamente, incluso, llegando a plantear la III República de cuño autoritario, claro está, viendo la nómina de los urdidos. Fracasados sus intentos, estos aprendices de antisistemas, de trumpistas avant la lettre, alimentaron sus bolsillos con las publicaciones de sus aventuras y desventuras de salón.
Los fiscales, a pesar de lo que dice su estatuto sobre su dependencia del gobierno y la dependencia jerárquica de la institución, se reclaman independientes. Seguramente por eso en esta inefable reunión opinaron sobre cuestiones tales como, en su opinión, la captura del poder político por los separatistas vascos y catalanes, la ruinosa economía, la desaparición progresiva de la democracia parlamentaria, los indultos o la reforma del Código Penal. En este ambiente, Feijóo prometió que, tan pronto como llegue al gobierno —cosa que da por hecha—, derogará con una sola norma toda la obra legislativa del actual gobierno, ya que la debe considerar incompatible con la gente de bien.
Queda patente, una vez más, que el ministerio fiscal en España es una excepción fáctica en el mundo occidental. Dista de ser el instrumento que ejecuta la política criminal del gobierno dentro, claro está, del marco de la ley. En efecto, el gobierno no controla en ningún caso la Fiscalía, que es ama y señora de sus propios destinos y, por lo tanto, de sus propios intereses corporativos en manos de una élite dirigente que la gobierna como si fuera de su propiedad.
Al fin y al cabo, si esta intervención pública del núcleo duro de la Fiscalía no supone una vulneración abierta del principio de imparcialidad y de sujeción constitucional a la defensa de la acción de la justicia ante los tribunales, y no se reacciona en consecuencia, es que el estado de derecho tiene demasiadas vías de agua producidas desde dentro del casco por los que dicen defender la legalidad por encima de todo.
Los uniformes cambian; las intenciones, sin embargo, no. La derecha sufre de insomnio cuando no tiene su estado a su entera disposición. Por eso harán una huelga. Ya volveremos al respecto.