Por una vez, hasta la Fiscalía había acertado. Recomendaba que se suspendiera la inhabilitación del president Torra hasta que su condena por desobediencia fuere firme. Lo aconsejaban también la prudencia más elemental y, sobre todo, el principio jurídico de in dubio pro reo: en caso de duda siempre ha de dictarse resolución acogiendo aquel criterio que resulte más favorable para el reo. Si algo ha quedado claro estos días es que juristas y penalistas de mayor conocimiento y reconocido prestigio han acreditado que nos hallamos ante una cuestión jurídicamente compleja, que merece un reposo que ahora se antoja imposible y un tiempo para el estudio del cual ahora no disponemos.
La razón jurídica y la prudencia política aconsejaban al Tribunal Supremo asumir la petición de la Fiscalía. Así se protegían como merecen los derechos del ciudadano y diputado Joaquim Torra y se evitaba exponer el ya dañado prestigio de la institución a una larga, costosa e inútil disputa judicial que, además, puede acabar perdiendo. Todos ganaban. Ni siquiera perdía la Junta Electoral Central, a la cual no había ni que desautorizar.
Ni la razón jurídica, ni la prudencia política cotizan hoy al alza en el Supremo. Parece que sólo les preocupara exhibir autoridad y su arrojo para ejercerla contra cualquiera que se ponga delante
Pero no parece que sean, precisamente, la razón del derecho ni la prudencia del buen gobierno aquellos principios que guían en este momento la voluntad del Supremo. Más bien parece empujarles el convencimiento de que al alto tribunal corresponde demostrar la autoridad y la contundencia que, en el entorno político y mediático de Madrid, se le niega al presidente Pedro Sánchez y su gobierno; caricaturizados de manera sistemática como peleles sin alma o patriotismo y entregados a la desleal voracidad separatista. Más que aplicar la ley parece que les preocupase impedir por cualquier medio necesario la posibilidad de que pueda cambiarse; competencia que corresponde a los legisladores, jamás a los magistrados.
Ni la razón jurídica, ni la prudencia política cotizan hoy al alza en el Supremo. Parece que sólo les preocupara exhibir autoridad y su arrojo para ejercerla contra cualquiera que se ponga delante. Ya en el derecho romano se distinguía entre la potestas y auctoritas, para diferenciar entre quienes debían imponer su criterio valiéndose de la fuerza o preeminencia de su posición institucional y quienes lo hacen valer sobre el reconocimiento y respecto de sus pares. Según los romanos, la situación deseable para quien anhelara ejercer la autoridad institucional con garantías requería acreditar mínimos suficientes en ambas cualidades.
Tanto la Junta Electoral Central como el Tribunal Supremo van sobrados de potestas, pero cada día más faltos de auctoritas: algo que siempre se acaba en la muerte institucional por inanición.