El Parlament aprueba una resolución que “rechaza y condena” tanto el posicionamiento como la intervención de Felipe VI en el conflicto catalán y su justificación de la violencia del 1-O, también “reafirma” el compromiso con los valores republicanos y “apuesta” por la abolición de la monarquía por caduca y antidemocrática. Como pueden comprobar, la impoluta selección de verbos parece hecha por una monja a punto de tomar los votos. Dicha resolución salió aprobada por amplia mayoría ―69 votos a favor y 57 en contra― a pesar de la santísima abstención de la CUP, siempre puros, y los votos suspendidos de los diputados del JxCat, empeñados en su particular caza al president Roger Torrent caiga quien caiga y cueste lo que cueste.
Hasta aquí todo normal. Para esto están, entre otras cosas, los parlamentos, para pronunciarse sobre cuestiones políticas. Sólo desde un profundo desconocimiento del parlamentarismo puede afirmarse que carece de base legal para hacerlo. Alegar que una institución no debe pronunciarse contra otra suena tan absurdo como negar al legislativo la capacidad de control sobre el ejecutivo. Nada más democrático o legal que someter a escrutinio las acciones del jefe del Estado allí donde debe hacerse: donde reside la soberanía, según la Constitución y el Estatut.
Por razones de difícil comprensión, el presidente Sánchez decide responder a dicho pronunciamiento calificándolo de “inadmisible”, proclamando que la posición constitucional del jefe del Estado debería quedar “al margen de su utilización en el debate partidista” y anunciando su intención de “adoptar medidas legales en defensa de la legalidad”. Moncloa califica de “extravagancia jurídica” la resolución. Pero lo cierto es que lo único realmente extravagante reside en ver a un presidente anunciar que acudirá al Constitucional para que examine una declaración política de un parlamento.
Fue el propio Felipe VI quien se zambulló de pleno al decidir dirigirse a los españoles para decirles quiénes eran los buenos y quiénes los malos y ganarse el aplauso de esa corte de derecha extrema que anida en la capital del Estado
Si la respuesta de Moncloa tenía como propósito adelantarse al reproche de Partido Popular y Ciudadanos, ya puede comprobar el éxito logrado: ninguno. Haga lo que haga estará mal, Moncloa ya debería saberlo. Con comunicados así solo enseña la yugular.
No fue el Parlament quien metió a la Corona en el “debate partidista”. Fue el propio Felipe VI quien se zambulló de pleno al decidir dirigirse a los españoles, en horario de máxima audiencia, para decirles quiénes eran los buenos y quiénes los malos y ganarse el aplauso de esa corte de derecha extrema que anida en la capital del Estado. Si el monarca, como ahora sabemos, puede dirigirse al país contra el criterio del gobierno del entonces presidente Mariano Rajoy, ¿cómo no va a poder reprobar el Parlament, usted, yo o cualquiera, semejante imprudencia?
En cuanto al anuncio de medidas legales, la única que se me ocurre consistiría aprobar una ley que obligue a los ciudadanos a sentirse, comportarse y hablar como monárquicos y castigue severamente sentirse, comportarse o hablar como republicanos. La legitimidad de las instituciones no se salva por decreto, tampoco llamando a los jueces. El problema de la Corona no es una resolución del Parlament. Es la desconexión política, vital e incluso sentimental de una institución que, para muchos, además de engorrosa para una democracia, se ha convertido en una fuente constante de incertidumbre. Ese problema solo se resuelve de una manera: votando para ver si son mayoría aquellos que quieren seguir teniendo un rey.