La fiesta de almohadas que se han traído el Tribunal Supremo y la Mesa del Congreso, tirándose unos a otros la suspensión de los diputados presos, supone la evidencia más sólida e incontestable aportada hasta la fecha sobre la debilidad jurídica de las medias preventivas adoptadas contra los acusados. No deja de ser un caso de justicia poética que tal prueba haya sido aportada, precisamente, por dos de las más altas instituciones de ese Estado que, cuanto más se empeña en demostrar su fortaleza, más parece sólo saber evidenciar su debilidad.
Si la suspensión de los diputados y senador presos fuera realmente tan legal y tan automática, no habría habido tantos problemas para poner la firma, con elecciones y sin elecciones. Lo único cierto es que todas las vías propuestas platean problemas y se exponen al riesgo de resultar revolcadas, de manera más que sonrojante, por la justicia europea. Por eso todos han tratado de proteger su firma en una decisión que suspende los derechos de diputados legítimamente electos, sin que medie sentencia firme en su contra y sin que la justicia lo haya solicitado expresamente poniendo también su firma.
La vía de la suspensión en base al artículo 384 Bis de la ley de enjuiciamiento criminal fue y estaba claramente pensada para delitos de terrorismo. Extenderla a los delitos de rebelión supone una interpretación extensiva de frágil e inestable justificación. Lo demuestra que el informe de los letrados del Congreso únicamente pueda remitirse al auto del juez Pablo Llarena como precedente y fundamente su dictamen exclusivamente en esa misma decisión. En el derecho penal, o está claramente tipificado o no existe; solo por analogía se puede extender a los delitos de rebelión y, de momento, la analogía no suele ser una fuente de derecho pacífica.
Sólo desde el delirio supremo puede asumirse la pretensión del Tribunal Supremo de eludir cualquier responsabilidad jurídica y política por decisiones que han tomado exclusivamente sus magistrados
La vía del artículo 21.1.2. del Reglamento de la Cámara exige claramente la petición de suplicatorio y su concesión. Resulta tan palmario que solo en esto se muestra realmente tajante y claro el tautológico informe de los letrados. Obviar el trámite no subsana el problema jurídico; por mucho que se empeñen el magistrado Marchena y sus colegas de tribunal, el voluntarismo, de momento, ni permite eludir las obligaciones procesales ni subsana los defectos de procedimiento.
Sólo desde el delirio supremo puede asumirse la pretensión del Tribunal Supremo de eludir cualquier responsabilidad jurídica y política por decisiones que han tomado exclusivamente sus magistrados, trasladándosela de manera tan autoritaria como intrusiva al legislativo. Exigir que el poder legislativo se haga responsable de las decisiones del Supremo y legitime, porque sí, sus más que cuestionables consecuencias políticas representa una brecha insoportable en cualquier esquema de separación de poderes.
Que el Congreso de los Diputados se preste a un relato donde la justicia es quien deja presentarse y salir elegidos a los presos y el Parlamento es quien les suspende y les impide ejercer su representación, solo se explica desde la debilidad moral e intelectual de una izquierda española que ya no sabe defender sus principios sin darle la razón antes a la derecha.
Si Carles Puigdemont sale elegido para Europa, o cuando Oriol Junqueras obtenga su más que probable acta de eurodiputado, y el Parlamento Europeo les permita tomar posesión y seguramente ejercer, ¿qué van a hacer o decir para explicarlo nuestro Tribunal Supremo y nuestro Parlamento?