Dos semanas de juicio. Ya hemos podido verificar que en el Tribunal Supremo aún cabalgan entre el siglo XX y el siglo XXI. Entienden más o menos bien lo del streaming y las exigencias del ritmo audiovisual. Pero les cuesta llegar al concepto de “traducción simultánea” o entender que hablar tu lengua no es una cuestión sentimental, es un derecho. Ya tenemos incluso convocadas unas elecciones que, sorprendentemente, han provocado que a la vista oral se le imponga un ritmo más propio del camarote de los hermanos Marx. Un precedente que muchos han aplaudido como si fuera lo más normal de mundo que, en un juicio penal donde los acusados se juegan décadas de prisión, pesen más las consideraciones de oportunidad política que la obligación irrenunciable de proteger el derecho a defensa y las garantías procesales que lo custodian.
Pero, sin duda, lo más sorprendente tras estas dos semanas de tranquilidad penal reside en que ya han testificado la gran mayoría de los acusados y la noticia no está en sus flagrantes contradicciones, tampoco en sus problemas para explicar de manera convincente las rotundas pruebas aportadas por la acusación. La noticia es la endeblez y la frivolidad del caso presentado por la fiscalía y tan ardientemente defendido en el arranque de la vista.
A momentos de puro realismo mágico como preguntarle a Jordi Turull si era socio de Òmniun Cultural, les han sucedido instantes de absoluto desconcierto donde o el representante del ministerio fiscal se perdía en sus notas, o no entendía su letra, o tenía que acudir el presidente Marchena en su auxilio para preguntarle qué quería preguntar exactamente o aclararle que, por mucho que repreguntara, el acusado no iba a acabar diciendo lo que buscaba. Entre semejantes momentos de gloria, horas y más horas de preguntas e interrogatorios basados en titulares de prensa, declaraciones a radios e imágenes de televisiones. Lo que está presentando la fiscalía no es una acusación penal, se parece más a una tertulia mediática donde se pretende pillar al oponente tirando de hemeroteca.
La fiscalía no se reserva, tampoco se equivoca de táctica interrogatoria. Simplemente, no tiene caso
Ha habido tantos momentos cuando la cara de asombro y resignación del presidente del Tribunal lo decía todo, que uno pierde la cuenta. Los más fieles seguidores de la teoría del golpe y la rebelión se consuelan teorizando que se trata de una estrategia. Conscientes de que los acusados iban a negarlo todo, han preferido guardar sus contundentes pruebas y evidencias para las declaraciones de los testigos. Puede ser. Pero resultaría una estrategia penal tan innovadora como única en el mundo. En el resto del planeta la acusación usa todas las pruebas que tiene para desmontar a los acusados cuando testifican, no para sorprender a los testigos.
Otros apuntan que, conscientes de la debilidad del caso, van preparando el terreno para cambiar la calificación penal al final de la vista oral. Algo que resultaría tan sorprendente como impropio del ministerio público. Pedir el primer día una condena que sabe que no va a poder demostrar resulta del todo incompatible con su obligación de defender la ley, la justicia y el interés general.
La explicación puede que sea mucho más sencilla. La fiscalía no se reserva, tampoco se equivoca de táctica interrogatoria. Simplemente, no tiene caso. La fiscalía se lía porque no tiene manera de probar la existencia de un alzamiento coordinado y violento para subvertir el orden constitucional y proclamar la independencia y sale a ver qué pesca, a ver si hay suerte y suena la flauta o los acusados se inmolan por error o por gusto. No interroga a fondo porque emergerían sus propias contradicciones, no las de los acusados, y no les acorrala con pruebas porque no las tiene. Así de crudo.