Tras tres semanas de depresión y desánimo en la sala noble de Tribunal Supremo, los fans del delito de rebelión han encontrado algo a que agarrarse y se aferran con un entusiasmo perfecta pero inútilmente descriptible. Solo alguien muy poco pragmático puede negar que ha resultado la peor semana para los encausados, aunque solo sea porque, tras los testimonios claramente evasivos del gobierno de Mariano Rajoy, la vista oral ha sido protagonizada por testigos que sí tenían una voluntad clara de acusar. Sin embargo, los testimonios de Enric Millo, Monserrat del Toro, Pérez de los Cobos y los restantes mandos de seguridad, incluido el comisario de los Mossos, Manel Castellví, distan mucho de ser la pistola humeante jaleada por los abonados a la teoría del golpismo.
La aclamada “trampa del Fairy”, que tantos minutos de gloria mediática le ha dado al exdelegado del gobierno Rajoy, ejemplifica a la perfección lo sucedido esta semana. Tras el ruido y el show que aporta el espectacular titular periodístico, tan visual y tan propicio al chascarrillo, emerge la cruda realidad jurídica: ¿En qué informe policial o judicial se relata que se rociaba con lavavajillas la puerta de los centros de votación para que los agentes resbalasen y poder patear sus cabezas en el suelo? La respuesta es ninguno. Y, salvo que asumamos la hipótesis imposible de que ningún agente considerara relevante incluir en sus informes la temible trampa del Fairy, la conclusión no puede ser otra que sostener que Enric Millo ha aportado una leyenda urbana o una fabulación. Igual que Monserrat del Toro al recordar haber escuchado la voz de una Carme Forcadell que nunca tomó el megáfono para arengar a los concentrados ante la conselleria de Economia.
¿En qué informe policial o judicial se relata que se rociaba con lavavajillas la puerta de los centros de votación para que los agentes resbalasen y poder patear sus cabezas en el suelo?
Lo dicho por Pérez de los Cobos se resume en dos ideas de dudoso valor penal: el malo fue el major Josep Lluís Trapero, que no está acusado en este juicio, y él tampoco sabe quién dio la orden de cargar. Su testimonio, sumado a las aportaciones chusqueras del comisario Sebastián Trapote y las más ajustadas del teniente general de la Guardia Civil Ángel Gozalo, dan cuerpo al eje central del caso que presenta la fiscalía: los Mossos actuaron como brazo operativo de una rebelión organizada. En contra de su credibilidad suma que los tres comparten un poderoso incentivo para cargar toda la culpa en Trapero: eludir su propia responsabilidad e incompetencia en el desastre de gestión que supuso para el Estado la gestión del 1-O.
Para completar el cuadro, el comisario Castellví, acaso tratando de salvar la responsabilidad de los Mossos, ha testificado que la policía catalana avisó al gobierno de Carles Puigdemont sobre una eventual escalada de violencia y recomendaron no celebrar el referéndum. La prueba que destroza las coartadas de los acusados, sentencian muchos. En cambio, a mí, me deja una pregunta incómoda: si los Mossos eran el brazo operativo de la rebelión ¿qué hacían avisando a los líderes rebeldes de los riesgos de violencia y pidiéndoles que suspendieran la convocatoria? Una cosa queda clara: el jueves 14, cuando empiece a testificar el major Trapero, viviremos el momento decisivo de la causa 20907/2017.