La resurrección política de Mariano Rajoy ya es oficial. Tanto, que hasta Pablo Casado se ha dejado definitivamente barba; a ver si se le pega algo del maestro. Esta misma semana ambos comieron juntos mientras José María Aznar facturaba alguna asesoría millonaria en algún país remoto para dar esos consejos que en su casa ya no le compran. El Partido Popular se dirige a toda máquina a la posición de centro conservador y de orden que jamás debió abandonar, porque allí están sus votantes y sus victorias.
Si alguien ha sabido rentabilizar estos meses de tragicómica investidura ha sido Pablo Casado. El líder popular va camino de completar así una intensa travesía que le ha llevado de batir el récord de calificativos e insultos a Pedro Sánchez en un mismo párrafo y correr por la plaza de Colón como un groupie de Santiago Abascal, a no pronunciar nunca una palabra más alta que otra, sentarse a esperar a ver pasar el cadáver de su enemigo, tirar de refranero para advertirle al presidente en funciones, en un tono paternal, lo mal que va a acabar y hablar con absoluto desparpajo de políticas económicas “progresistas”. Solo desentona Cayetana Álvarez de Toledo, ya reducida al papel de esa cuñada o cuñado exóticos que todas las familias han de tener para animar las reuniones familiares con sus excentricidades y poner a todos de los nervios.
Aún más palmario se antoja el calco de Sánchez de la política de comunicación marianista: apariciones muy contadas y siempre en ambientes controlados, espacios 'Sánchez friendly'
Pero el marianismo no ha retornado sólo a la planta noble de la sede popular en Génova. Su espíritu pasea libre de nuevo por los pasillos y salones del Palacio de la Moncloa. La inspiración marinista de la estrategia y la lógica que guían a Pedro Sánchez al renunciar a negociar la investidura e ir a elecciones resulta evidente. Aún más palmario se antoja su calco de la política de comunicación marianista: apariciones muy contadas y siempre en ambientes controlados, espacios Sánchez friendly.
El candidato Sánchez vuelve a las urnas con la misma convicción que guiaba al candidato Rajoy en el verano de 2016. Frente a la fragmentación y la incapacidad para llegar a acuerdos, la gente buscaría estabilidad, recompensaría a quien supera ocupar eso que los modernos llaman “centralidad”. El hartazgo y el cansancio por la repetición de la convocatoria afectaría, sobre todo, a los votantes de los nuevos partidos, porque los votantes del bipartidismo, al final, siempre acaban yendo a votar, especialmente los suyos.
Tenía razón: el PP recuperó más de setecientos mil votos mientras Ciudadanos perdía cuatrocientos mil, el PSOE aguantaba el sorpasso y Podemos e IU perdían cerca del millón de votos. La teoría se demostraba sólida. Aunque falta un pequeño detalle para tener la certeza de que su validez se verificara de nuevo: ni son los votantes populares, ni el candidato es Mariano Rajoy; no está claro que pueda ser posible el marianismo sin Mariano.