Casi al tiempo que la prensa de Madrid celebraba con entusiasmo el supuesto “pinchazo” de una Diada que había sacado a la calle a más seiscientas mil personas ―cierto es que anotando la concurrencia más baja de los últimos años― Albert Rivera reclamaba por enésima vez la inmediata aplicación del artículo 155 para acabar de una vez por todas con el golpe en Catalunya. O pinchazo o golpe, pero las dos cosas a la vez no pueden ser. Solo es el último ejemplo del desconcierto con que la política española está gestionando cuanto sucede en Catalunya desde las elecciones donde se iba a ganar al nacionalismo, pero al final la cosa no salió exactamente como estaba planeado.
Aunque pocas cosas más contagiosas que el desconcierto. Que se lo pregunten, si no, a los cientos de miles que, esta vez, decidieron quedarse en su casa y pasar el día en familia, antes que acudir a una convocatoria donde la unidad es algo de lo que se habla pero se practica cada vez menos.
Antes y después de la sentencia, el nacionalismo catalán seguirá plantado y desconcertado ante el mismo dilema: o unilateralidad o pragmatismo
A la gente no se le puede estar pidiendo que elija y tome decisiones traumáticas una y otra vez. Todos tenemos un límite para la cantidad de drama que somos capaces de soportar. Elegir nación ya tiene su tormento. Obligar también a elegir entre diferentes vías y estrategias para construir esa nación y exponerte a que alguien te llame traidor, simplemente porque no has optado por aquello que ese alguien quiere, ya parece esperar demasiado.
Que republicanos y neoconvergentes hace tiempo que solo comparten espacio en el gobierno, como un matrimonio unido ya únicamente por la hipoteca, emerge como una evidencia incuestionable de esta Diada. También la insuficiencia de los números para convertir la convocatoria en una demanda innegociable de unidad, como parecían pretender las organizaciones convocantes. Si el objetivo pasaba por marcar desde fuera la agenda y las estrategias a los partidos nacionalistas, claramente no se ha conseguido.
Antes y después de la sentencia, el nacionalismo catalán seguirá plantado y desconcertado ante el mismo dilema que, ni va a cambiar sustancialmente, ni se va a arreglar solo, ni va a desaparecer con el tiempo. O unilateralidad o pragmatismo, hay que escoger. Las dos cosas no pueden ser. Elegir tiene costes, no sale gratis y siempre presenta el problema de que, a quienes preferían la otra opción, no les va a gustar. Es lo único seguro cuando se toman decisiones: siempre pagas un precio. Todo lo demás, sólo el tiempo dirá.