Hace tiempo que perdí toda esperanza de la que derecha española dejase de abusar del uso partidista del terrorismo, o de manipular a las víctimas hasta procesarlas como casquería para arrojar contra el adversario. No desde que descubrieron que ayudaba a ganar elecciones y José María Aznar lo implantó en su ADN tan profundamente que ni respeta a los suyos; si no, pregúntele a Mariano Rajoy por todo cuanto tuvo que aguantar de la AVT cuando la presidía Francisco José Alcaraz, hoy orgulloso senador por Vox.
No espero que dejen de hacerlo. Asumo que forma parte del escenario. Tampoco me siento interpelado o me veo en la necesidad de responderles o justificarme. No me siento obligado a empezar todas mis intervenciones o artículos pidiéndoles perdón o permiso, o esperando que me den la santa absolución después de haber chequeado si cumplo sus estándares de dignidad y memoria. Hace mucho tiempo que la inquisición española solo me produce risa, como los Monty Python.
No sé a ustedes, pero a mí, Albert Rivera, Pablo Casado y Santiago Abascal no me dan lecciones de ética o de dignidad, sus valoraciones éticas no me interesan lo más mínimo y no les reconozco mayor legitimidad moral o derecho previo alguno para evaluarme al respecto. Cuando hablan de terrorismo y de sus víctimas, lo hacen para usarlos como mercancía partidista para su competencia política y como tal han de ser contestados. Cuando la izquierda asuma que siempre será así y no va a cambiar, habremos dado un gran paso adelante en higiene democrática. Al Congreso se va a votar leyes, defender proyectos y formular interpelaciones, no a dar absoluciones, imponer penitencias o impartir lecciones de moral.
Un homenaje a las víctimas no es lugar para expresar el desacuerdo, ni con la política del gobierno, ni la programación de entrevistas de la televisión pública, ni con el contenido del discurso de María del Mar Blanco
Sabes que la política española, partiendo de la más absoluta nada, ha vuelto a escalar hasta las más altas cotas de la miseria cuando la derecha vuelve a tirarte a la cabeza a las víctimas del terrorismo. A las víctimas respeto, memoria y reparación siempre. Pero aceptar que algunas repartan certificados de dignidad o se arroguen legitimidades políticas superiores, nunca. Sin dudas y sin cicaterías, sin andar ahorrando unos miles de euros en una indemnización por una tecnicidad burocrática, o rebuscando en su pasado para regatearle el reconocimiento público que merecen todas. Pero también sin complejos y sin miedo a responder políticamente cuando pretenden hacer política sin asumir ni el escrutinio, ni la responsabilidad.
Un homenaje a las víctimas no es lugar para expresar el desacuerdo, ni con la política del gobierno, ni la programación de entrevistas de la televisión pública, ni con el contenido del discurso de María del Mar Blanco, que debía ser institucional pero habló como diputada del Partido Popular. Para eso se supone que se organizan estos homenajes. Para detener, aunque sea durante unas pocas horas, los relatos partidistas, las indignaciones oportunistas y las miserias de la politiquería.
Yo habría aplaudido en el homenaje a las víctimas en el Congreso, porque los muertos nunca son responsables de las afrentas de los vivos y para no rebajarme al nivel de quienes no saben honrar su memoria renunciando a usarla, al menos una vez, para sus mezquinos fines particulares. Nunca dejará de ser cierto aquello que vivió en sus propias carnes el gran Oscar Wilde: el patriotismo es la virtud de los depravados.