Quizás no o quizás sí que es un título provocador. Pero la situación difícil de ambos idiomas más la polémica que finalmente ha estallado en torno al 25% de castellano ―y ciertas comparaciones que se han hecho con el modelo lingüístico vasco― invitan a analizar las diferencias que existen entre las dos políticas lingüísticas que se han aplicado en el País Vasco y en Catalunya de la Transición hasta hoy. Y lo hago, en este sentido, aportando mi experiencia de más de 25 años vividos en el País Vasco.
El euskera tradicionalmente ha sido considerado un idioma más amenazado y complicado de aprender que el catalán. Y quizás por esta misma razón los vascos han tenido que adoptar actitudes y picar mucha piedra para defender su patrimonio lingüístico. Visto el continuado supremacismo del castellano ―el consagrado en la Constitución y el impulsado por tierra, mar y aire desde Madrid― ya desde antes de la Transición tuvieron que diseñar una estrategia realista basada en un intenso cultivo de la opinión pública y en la acción y movilizaciones de potentes entidades populares (AEK y la gran red de ikastolas creadas por los propios padres). Alguien quizás verá negativo que los políticos vascos descartaran la inmersión, dejando en manos de los padres la elección de uno de los tres modelos idiomáticos (uno de los cuales es prácticamente seguro que no producirá nuevos vascohablantes efectivos). ¿Pero era una mala decisión?
Para responder a esta cuestión, hay que apuntar que la decisión comportaría importantes ventajas colaterales visibles con el tiempo. En primer lugar, significaría la permanente existencia en el seno de la sociedad de un tozudo motor para ejercer la necesaria presión social ―gubernamental y popular, a la vez― para convencer a los padres que apuntaran a sus hijos al modelo D en euskera de la inmersión.
Habiendo vivido más de 20 años en el País Vasco, doy fe de la actividad de este "motor" en forma de una gran movilización permanente. Veía los grandes anuncios que lucían los autobuses a favor del modelo D en época de las matriculaciones, la gran capacidad de convocatoria en la Korrika (el popularísimo Correllengua vasco) o los extraordinarios festivales territoriales a favor de las ikastolas que colapsaban las carreteras vascas, cinco veces al año, con centenares de miles de participantes. En paralelo a todo esto, existía el fenómeno de miles de futuros padres no vascohablantes ―sobre todo madres― que se esforzaban en aprender el idioma para dirigirse a sus hijos cuando nacieran. Y quizás el hecho más importante era que todo este proceso era público, una causa ampliamente compartida y popular, incluso entre los que no dominaban el idioma.
Los vascos, picando piedra, han conseguido que el veneno supremacista del tipo que Ciudadanos ha conseguido extender por Catalunya sea una lacra mucho más acotada
Otra ventaja colateral de esta política de "causa popular" era que la oposición al vasco, de un sector de la población, quedaba bastante inhibida. No quedaba bien. El vasco siempre ha conseguido mantener una imagen "simpática" aunque, como en Catalunya, se exigiera un conocimiento del idioma para acceder a determinados puestos de trabajo. La arista de la "imposición" siempre quedaba bastante endulzada por el clima social favorable que el idioma ha conseguido crearse. Esta dinámica ha hecho que, a lo largo de los años, ni Ciudadanos ni Vox hayan podido arraigar como opciones políticas alimentadas por una oposición a un idioma "impuesto".
Alguien podrá argumentar que el movimiento proeuskera tiene más resultados en el campo publicitario que en su uso social efectivo; o que la oposición al euskera es menor que al catalán en Catalunya dada su presencia más precaria. Lo cierto, sin embargo, es que el euskera avanza, poco o mucho, y que el modelo D ya es muy mayoritario en todos los territorios, incluso en áreas donde hace 50 años la lengua había quedado bastante arrinconada. Lo cierto es que los vascos, picando piedra, han conseguido que el veneno supremacista del tipo que Ciudadanos ha conseguido extender por Catalunya, sea una lacra mucho más acotada.
En Catalunya, desgraciadamente, tenemos una situación muy diferente. Según todas las encuestas, el catalán retrocede ostensiblemente. Se dice que es por la inmigración. Pero, mirándolo bien, en el País Vasco los índices de inmigración no son tan diferentes. Pienso que las respuestas las tenemos que ir a buscar en la actitud de confianza ciega que se instaló entre nosotros en la Transición viendo el espejismo de unas "oportunidades" que aparentemente nos ofrecía el régimen del 78 para consolidar el idioma. Al principio casi todos cayeron (a los que lo advertíamos nadie nos ha hecho ningún homenaje) porque los primeros resultados parecían buenos. Los gobiernos del MHP Pujol introdujeron con mucho éxito un sistema de recuperación del idioma basado en la inmersión y unos medios de comunicación públicos en catalán, acompañados por campañas como la Norma o “El català, cosa de tots”, que abrían un periodo de esperanza después de cuarenta años de dictadura y proscripción del idioma.
¿Pero bastaba con esta política para asegurar su futuro? ¿Qué garantías se ofrecían dentro de un régimen "autonómico" en que la presencia de franquistas y la aversión al multilingüismo eran muy palpables? Pronto tendríamos la respuesta en las declaraciones de Suárez en el París Match, en la propagación gubernamental del blaverismo valenciano, en el 23-F, en la prohibición del catalán en las Cortes y en la exclusión del catalán de la oficialidad europea, un golpe tras otro. Por otra parte, ¿por qué había tanto consenso en ocultarnos que la misma base jurídica en que se sustenta el catalán ―un idioma legalmente prescindible incluso en su propio territorio― era irrisoria delante de la que blinda el francés en Quebec y en Ginebra o el neerlandés en Flandes? Digámoslo claro: un idioma "autonómico" no tiene futuro ni aquí ni en ningún sitio. Quizás divulgarlo, sin engaños, tendría algún efecto positivo. Por otra parte, se creó una situación interior peligrosa que pocos supieron identificar a tiempo. La normalización lingüística había adquirido un carácter institucional, un aire de maquinaria burocrática que "imponía" una lengua que los contrarios falsamente percibían como la lengua "del poder", incluso de una clase social (gracias, Jordi Solé Tura). Fue esta rendija que utilizaron los catalanófobos Rivera y Arrimadas para arrancar la guerra contra la lengua y la identidad catalana, bien alentados como se veían por los poderes del Estado y sus medios. Pero hay que insistir en que sólo les resultó posible por culpa del autodesmantelamiento de un movimiento reivindicativo fuerte y popular de la lengua, que hubiera podido dejar por irrisorias sus proclamas rocambolescas. Largos años de ufanía autonomista generada por los consellers de Cultura de turno ―aquí destacan las escandalosas ruedas de prensa binarias del conseller Pujals― nos dejaban desarmados ante la demagogia hiperfinanciada de Rivera. Con un Òmnium todavía casposo, sin la permanente cobertura publicitaria de los vascos, no se supo poner resistencia a un neofalangismo que reavivaba la inercia catalanofóbica de siglos de odio en Catalunya. Se había dejado perder el efecto de "simpatía" general que se había ganado el catalán víctima de la dictadura franquista. Quedábamos expuestos al espantoso retintín del "hacen lo mismo que Franco imponiendo su idioma", ¡a menudo proclamada por rancios admiradores del Caudillo! ¿Qué importa una cierta contradicción cuando todos los argumentos te funcionan?
Hemos ido demasiado sobrados demasiados años permitiendo que se cree una desafección o indiferencia social en torno al catalán. No hemos sabido encontrar el punto de equilibrio entre causa emocional e inercia funcionarial
Lo cierto es que en pleno siglo XXI, nos encontrábamos con la rocambolesca paradoja de que una hija de policía opresor, en lugar de tener que esconderse bajo las piedras ―como pasaría en cualquier país saneado y democrático del mundo― podía triunfar como "política de centro" que exigía "libertad" contra los bárbaros catalanes. O que incluso podía exigir una redefinición de qué es un "catalán" sin admitir que lo hacía dando por legítimos todos los hechos consumados de una dictadura, claro está. Hacía exactamente igual que aquello que denunciaba Malcolm X al hablar de los medios de comunicación: "Si no estás prevenido, te harán amar al opresor y odiar al oprimido". ¿No fue exactamente lo que hicieron los medios de comunicación españoles para catapultar a Rivera a la fama? ¿Y lo que hacen hoy en Canet?
Hoy todavía nos encontramos en este paradigma de percepción equívoca. Òmnium Cultural y Plataforma per la Llengua han crecido mucho, sí, y se han convertido en defensores visibles del catalán. Pero al contrario que los movimientos vascos de primera hora, hoy tienen escasas posibilidades de incidir en la opinión pública castellanohablante, entre la cual hemos permitido que se divulgue una indudable hostilidad. ¡Y es porque hemos sido blandos y autocomplacientes, no duros y firmes! Hemos ido demasiado sobrados demasiados años permitiendo que se cree una desafección o indiferencia social en torno al catalán. No hemos sabido encontrar el punto de equilibrio entre causa emocional e inercia funcionarial.
El resultado más evidente de todo este proceso es que hemos dejado que argumentos anticatalanes hagan fortuna, no solamente en Madrid ―hecho más o menos inevitable―, sino allí donde hace daño, entre nosotros. Así nos pueden asediar cínicamente con el 25% educativo cuando el porcentaje de catalán presente en juzgados, empresas, patios de escuela, etiquetado, policía es prácticamente residual. Sufrimos de una inoperancia a la hora de responder, porque la musculatura movilizadora la tenemos blanda y oxidada de hace décadas. Nos resulta inaudito, sorprendente, que el catalán sea una cosa por la cual tengamos que luchar, dinámica que creíamos superada en la primera Transición. ¿No están los funcionarios para eso?, nos preguntamos. Es un auténtico espanto que todavía haya iluminados que hablen de "guetos castellanohablantes" cuando el gueto, sin ningún tipo de duda, somos los catalanohablantes. Demasiados años lo hemos confiado todo a una escuela catalana pensando que la inmersión practicada por nuestros sufridos maestros nos lo solucionaría todo. No hemos tenido en cuenta que lo que hace funcionar un idioma tiene mucho más que ver con la sociedad, la economía y las oportunidades mediáticas y comunicativas (ocio juvenil, oferta televisiva, cine, internet, meritocracia cultural) que con la escuela y las leyes, además cuando estas últimas no son aplicadas por la administración autonómica y amedrentada que sufrimos. Todo eso ha sido posible porque durante décadas ha sido casi del todo ausente el debate sobre el catalán. Sólo hemos actuado a la defensiva ―como ahora con el 25%― sin ver el peligro que nos caía irremisiblemente encima y sin profundizar en las causas de la minorización social del idioma. No nos hemos dado cuenta de que sin socializar masivamente las actitudes, los argumentos y las consignas de comportamiento necesarios para revertir la situación, no tendremos futuro como sociedad catalanohablante, ya no digamos como la cultura emancipada que soñaban los modernistas. No sé si el euskera sobrevivirá al catalán, que también lo tiene chunguísimo. Pero lo que es seguro, segurísimo, es que si no nos ponemos las pilas ahora y urdimos un plan inteligente de emergencia para parar el declive, perderemos el idioma como los irlandeses y los occitanos. Ojalá me equivoque.