Si España en algún momento se quisiera convertir en un estado democrático, que nada se puede descartar, de las primeras medidas que tendría que tomar es superar su perversa sociopatía antiseparatista. Sin duda sería un tratamiento largo por el arraigo secular que arrastra. Ahora, si no se procede a su extirpación —con la sintomatología cuartelera que lo evidencia— España seguirá siendo la patria de la negación de derechos y linchamiento a las minorías que siempre ha sido.
En España, el antiseparatismo parte de una percepción social distorsionada según la cual es moralmente "bueno" todo el que quiere unidad y es moralmente "perverso" todo aquel que no la quiere. Claro, la selección se hace sin tener en cuenta la naturaleza de esta unidad ni el derecho universal a la libertad que asiste a los sujetos políticos. El auténtico drama al que conduce es que, como en tiempos de Franco, esta percepción domina toda la judicatura, que tiene el antiseparatismo —y no criterios de justicia ortodoxos— como punto de partida de sus decisiones políticas más trascendentes. Es lo que se ha podido ver en los juicios paralelos que por una parte han absuelto al major Trapero (no separatista) y han condenado a Quim Forn (separatista) por hechos y con testimonios bastante parecidos. Lógicamente, al antiseparatismo no se le ve como la lacra que realmente es —desde un punto de vista jurídico— sino como parte integral de un ADN nacional imperecedero.
El grave obstáculo para la democratización de la sociedad española es que a los partidos españoles les parece normal esta condena del separatismo. No se cuestionan qué hay detrás de esta condena ni el grave déficit democrático que necesariamente implica
Aunque su origen es ocultado, por razones estratégicas, es obvio que el rancio antiseparatismo español entronca directamente con el afán expansionista de Castilla. Además, el dogmatismo que emana tiene fuertes reminiscencias de la manera de hacer de la Inquisición. Nadie se le puede oponer sin sufrir estigmatización ni consecuencias graves. Su omnipresencia dentro de la sociedad española se ha conseguido gracias a la secular letanía que estipula que el separatismo es sacrilegio tal como periódicamente proclama la cúpula de la Iglesia católica, que es uno de los mayores promotores (véase el capítulo 5 de mi libro El moment de dir prou - “La nació moral”). El resultado de eso es que, en el fondo, Forcadell, Torra y Tamara Carrasco son tratados como verdaderos apóstatas. Y no los queman en la plaza porque el humo podría molestar a alguien en la ONU o en el tribunal de La Haya.
El grave obstáculo para la democratización de la sociedad española es que a los partidos españoles, desde Vox hasta los comunes, les parece normal esta condena del separatismo. La comparten todos en diferente grado. No se cuestionan qué hay detrás de esta condena ni el grave déficit democrático que necesariamente implica. Lo han mamado generación tras generación y lo aceptan como parte natural del paisaje. Ciertamente, es lo que explica la parcialidad antiindepe actual de unos Mossos actuales tolerantes con la extrema derecha. O el hecho de que Ada Colau pueda aceptar los votos de Manuel Valls para apartar al "separatista" Ernest Maragall de la alcaldía. O el que suprime la vergüenza de un gesto tan reaccionario como el de Jéssica Albiach cuando muestra su no a la DUI del Parlament. En resumen, es lo que en gran medida explica la gran comodidad de PSC y comunes dentro de la nueva normalidad que busca el agónico régimen del 78. Y, por el contrario, su incomodidad ante la Catalunya republicana que quiere ejercer sus derechos. Para ellos, va contra un dogma con el que han convivido toda la vida y choca con la sumisión aprendida con la que, inconsciente o conscientemente, se guían.
La confirmación de la anomalía "antiseparatista" en la que vive España la tenemos en la ausencia de este fenómeno en otros países democráticos, pero tradicionalmente imperialistas, como el Reino Unido. Sin dejar de ser nacionalistas, no cultivan el odio ni la apostasía a las minorías nacionales. Ni siquiera existe un equivalente léxico al insultante término separatista para referirse a ello. Así, en largos años de vida en Inglaterra, no recuerdo haber escuchado nunca que ningún escocés fuera estigmatizado por "separatista", ni tratado con violencia por serlo. Con eso no quiero decir que no haya un deep state anglófilo como el que sin duda ayudó a ganar el referéndum escocés a los unionistas el año 2014. Pero los mecanismos del odio y de la intolerancia que aquí son moneda en curso, allí serían impensables. No hay una prensa abiertamente hostil que cargue diariamente contra Escocia del mismo modo como lo hacen los medios de Madrid contra Catalunya. Es lo que diferencia un estado que en gran medida ha puesto freno al supremacismo y a la práctica colonial de uno que no lo ha hecho, ni se espera que lo haga. Al menos, no mientras los organismos internacionales no le exijan la adopción de los rasgos que caracterizan las democracias y los auténticos estados de derecho.