No hace falta insistir mucho a la hora de decir que son múltiples las razones que indican que el juicio al procés nunca se tendría que haber producido. Y menos de la manera en que se ha producido. En su momento, ya las esgrimieron las defensas, sin éxito (y seguramente sin el tipo de rebeldía que con razón pedía el abogado Ramon Font en el muy recomendable artículo "El judici al procés").
Ante el peso de las razones de Estado, la sed de castigo ejemplar y el cheque en blanco represivo que se otorgaba al dúo Llarena-Marchena, era evidente que ninguna de ellas podía prosperar. Y sin embargo, ahora que se acerca la sentencia, y en este momento de debate sobre cómo tiene que ser la respuesta, conviene reflexionar sobre una de las mayores aberraciones del caso.
Como era de prever, la misma negación del hecho nacional catalán tenía que ser el corazón de este juicio. Iba de anularnos todavía más de lo que ya nos anulaban política y humanamente. No somos más que súbditos sin ningún tipo de prerrogativa, sin un ámbito jurídico propio, y sin poder decidir prácticamente nada. Se juzga a políticos y activistas por actuar con criterios que presuponen la existencia de una nación catalana con derechos nacionales propios. Y más allá de los tecnicismos constitucionales que nos atan a una praxis represiva preceptiva ―como quería Franco―, al final resulta que quizás no es tan raro que hubiera sido un tribunal alemán el que negara rotundamente los hechos por los cuales irremediablemente seremos condenados, junto con nuestros representantes democráticos y sociales.
En la tradición jurídica alemana pesa mucho la llamada Escuela Histórica, ya desde la Revolución Francesa y quizás ―de hecho― en respuesta a la caracterización que emanaba de ella ―pretendidamente universalista y "Filosófica"― como así se llamó su escuela. En contraste, uno de los pilares de la escuela histórica alemana, según defendía uno de sus máximos exponentes ―Friedrich Karl von Savigny―, era que el derecho tenía que ser administrado a la medida de cada pueblo, en función de su Volksgeist ―o "espíritu del pueblo"― particular. Una medida que tenía que responder a su manera de ser, a su idioma, a su sensibilidad. En oposición a la escuela francesa, la escuela jurídica alemana pensaba que aquello que era bueno para una tierra, quizás no lo era tanto para otra. La historia de cada pueblo tenía que ser aquello que inspiraba la ley, y no ningún espíritu universal general, ni mucho menos el del país vecino.
Al condenar a nuestros imputados, lo que realmente están haciendo es condenarnos a todos nosotros y a toda una nación privada del más mínimo 'Volksgeist' jurídico
Celebrar el juicio al procés, de la manera como se ha hecho, choca frontalmente con este vital principio del derecho alemán. Se juzga a ciudadanos catalanes en un tribunal geográficamente, lingüísticamente, políticamente, sentimentalmente ajeno y hostil a su carácter. Pero, claro está, este desprecio es el que radica en la propia finalidad del juicio: probar que los catalanes hemos sido criminales al querer ejercer nuestros derechos.
El principio filosófico de Volksgeist ―en el sentido geográfico, al menos― es uno de los principios que quisieron evitar a toda costa los diseñadores del juicio al procés. Como han demostrado algunas (pocas) decisiones de algunos juzgados catalanes (bien determinados) sobre la violencia ejercida por la policía española el 1 de octubre, la praxis jurídica ante el procés puede verse afectada por la localización geográfica. Y no precisamente por la presión ciudadana, como nos quieran hacer creer, sino por un sentimiento generalizado. La reciente imputación de policías desplegados en la escuela Pau Claris de Barcelona da fe de ello. En Madrid no habría pasado en mil años. Comparemos el burdo desprecio que han mostrado Marchena y el Tribunal Supremo a los que denunciaban comportamientos policiales parecidos. O la grotesca política de vídeos. Y seguramente evitar esta parcialidad, y el espíritu de linchamiento que deriva, era ―entre de otros perjuicios― lo que buscaban evitar los abogados catalanes que no querían que el juicio se celebrara fuera de Catalunya.
No sé dónde radica hoy la lógica de Savigny (jurista a quien nuestros teóricos catalanistas Josep Narcís Roca i Farreras y Manuel Duran i Bas prestaban no poca atención hace más de 140 años cuando debatían el Derecho Catalán). Pero es evidente que el sistema judicial español no ha querido saber nada de él. Lo ampara la Constitución española, que niega que el Derecho Catalán no sea nada más que un localismo tribal. Y lo ampara el jacobino Pedro Sánchez, que llega a poner en duda que Catalunya ni siquiera sea un pueblo (no perdiendo ocasión, incluso en el debate de investidura, de referirse a él repetidamente como "supuesto pueblo"). Una actitud insultante y negacionista que podríamos equiparar a la de los políticos de Alabama ante Rosa Parks en los años cincuenta o a los tories británicos ante Gandhi antes de la independencia. Y es que la independencia lo cambia todo. Es lo que abre la puerta al respecto, a la justicia y a la dosis de Volksgeist que requiere cada nación, núcleo desde el cual hay que administrar la justicia.
Ciertamente, si los nueve presos políticos catalanes y el conjunto de imputados catalanes ―major Trapero incluso― fueran juzgados en juzgados catalanes, con un mínimo de Volksgeist o tradición catalana, no es que los hubieran absuelto. Es que ni siquiera hubieran llegado a juicio. Es por eso que estamos ante una sentencia eminentemente sesgada y política. Porque al condenar a nuestros imputados, lo que realmente están haciendo es condenarnos a todos nosotros y a toda una nación privada del más mínimo Volksgeist jurídico.