Cuando éramos pequeñas o más jóvenes, en la escuela, había la costumbre de pasarnos los libros de texto entre hermanos o vecinos, de un curso a otro. Era una rudimentaria manera de ser sostenibles y de reciclar. También de ahorrar. Poco a poco, sin embargo, con los años, acuerdos de mercado entre editoriales y centros educativos lo fueron haciendo inviable. De todos modos, si hablamos de geografía e historia, y suponiendo que los intereses comerciales todavía lo permitieran, tampoco ahora sería posible reaprovecharlos: un rosario de nuevos países y fronteras y de viejas guerras envueltas en papel de modernidad lo impedirían. El mapamundi se modifica delante de nuestros ojos mientras el cielo se ilumina de tecnología al servicio de los poderosos ególatras y violentos, que tiran la piedra y esconden la mano, que fardan ufanos de ataques imparables, que aplauden la miseria que generan.
El aumento de la tensión en Oriente Medio —y no nos olvidemos de Rusia y Ucrania— supera los peores augurios, suponiendo que desde el inicio los deseos mayoritarios hayan sido de finalización del conflicto, cosa razonablemente dudosa, si nos atenemos al comportamiento de quienes nos gobiernan y de numerosos extremistas de calle. Es poco creíble que el objetivo sea la paz, cuando la inmensa mayoría de los esfuerzos van destinados a aumentar el poder armamentístico de los países implicados. Hubo un día en qué las negociaciones, para que fueran neutrales, se hacían en Suiza. Ahora, los países escogidos para dialogar son los primeros que se saltan derechos humanos fundamentales, especialmente contra las mujeres. Difícilmente pueden salir acuerdos de altura si se firman en países de bajeza moral, con regímenes dictatoriales e intereses particulares, donde fugitivos de la justicia a menudo encuentran monárquico amparo.
Aquel rincón oriental del globo terráqueo es un avispero al cual ansias occidentales van dando patadas.
Aquel rincón oriental del globo terráqueo es un avispero al cual ansias occidentales van dando patadas. La colmena también es golpeada por propios y extraños de aquellas mismas regiones en luchas cainitas, crueles e inexplicables. Allí, las víctimas son números aproximados que, de tanta maldad y apatía, mueren cruelmente por una bala o por un hambre inalcanzable difícil de contabilizar. No sabemos qué nombre tendría el antónimo del síndrome de Stendhal (aquel de la belleza y la alegría abrumadoras), pero empezamos a vivirlo y, a pesar de los escalofríos y la tristeza de ver que nos hemos vuelto locos, parece que la vida quiere continuar con cierta normalidad lejos de la primera línea de fuego, aquel isóbaro delgado que fluctúa con demasiada facilidad, cuya onda expansiva siempre pensamos que nunca llegará lo bastante cerca de nosotros.
El mundo cambia muy deprisa y las bombas ya no son explosiones antiguas que leemos en una enciclopedia o frases que encontramos subrayadas en el libro del curso anterior. Hoy son boquetes en medio de la calle de un país a no tanta distancia y la explosión retruena dentro nuestro cada día cuando miramos las noticias o sintonizamos la radio. Podemos cerrar el libro o apagar la tele, pero al volver a abrirlos, el olor de azufre seguirá impregnando la sala y ensuciándonos la conciencia. Porque todo esto que se llama planeta está tan mal montado, que ni teniendo actitudes pacifistas podemos aspirar a cambiarlo desde abajo. Porque que cuando nos tienen que decir "les advertimos que las siguientes imágenes pueden herir su sensibilidad", quizás es que ya no las tendrían ni que emitir. Porque no lo acaban de decir en boca llena, pero lo que estamos viviendo apesta a Tercera Guerra Mundial. Porque el siglo XXI tiene tecnología para llevar vida a Marte y sembrar muerte a la Tierra.
La historia dirá cómo acaba esta película de terror que, hoy por hoy, parece no tener fin. Conflictos bélicos que cíclicamente, como eclipses o riadas, ennegrecen o inundan civilizaciones que se creen mejores que las anteriores. Pueblos o mandatarios que se consideran ungidos y geopolíticas que solo nacer y están obsoletas. A cada colada la reconciliación se hace más difícil. La mancha es demasiado grande, la herida demasiado profunda. Los que ayer serían aliados hoy son rivales. La víctima ahora es verdugo. Futuros libros escolares intentarán explicar aquello que ahora nos parece incomprensible. Otros descubrirán palabras pintadas o destacadas por anteriores lectores y se dirá que todo aquello está basado en hechos reales (¿y qué no lo está?). Es bien cierto que los que menos perciben un cambio son aquellos que lo viven.