Thubten Wangchen (Tíbet, 1954), monje budista director de la Casa del Tíbet de Barcelona, exhibe una risa desproporcionada. No es en ningún momento una sonrisa tímida, sino una carcajada franca y expansiva. La meditación diaria desde que era pequeño le ha conferido un ademán reflexivo y al mismo tiempo generoso y agradecido que esta característica de su sonrisa intensifica. Wangchen es el representante del Tíbet en España. Su trayectoria es dramática. No recuerda a su madre, que murió en un campo de trabajo cuando él tenía solo 4 años. Expulsados del Tíbet y refugiados con la familia en India, vivió pidiendo limosna por las calles. Su padre consiguió llevarlo a la escuela, y de aquí su inglés y formación, que fue posible gracias al gobierno de India.
Cuando era adolescente entró en el Monasterio de Namgyal donde vivía el actual Dalai Lama. Vivió allí 11 años. Y a raíz de las visitas de unos cuantos catalanes en la India, unos "hippies", dice él, acabó viniendo a Catalunya porque estos le insistieron. El Dalai Lama lo vio pertinente, y ya esta aquí desde hace dos décadas. A Wanchen le gusta hablar con la gente joven que, interesados, le hacen preguntas sobre el Nirvana, el deseo, el éxito, el sexo. El deseo se tiene que apagar, el sexo no se practica siendo monje porque se guarda el celibato, y el Nirvana todos lo esperan y por eso trabajan, meditan, piensan y actúan con perseverancia. Es monje, y como tal lleva una vida de austeridad y renuncias. A la Casa del Tíbet, en pleno barrio del Eixample, se acerca gente religiosa, gente espiritual y también agnósticos. Wangchen sitúa la espiritualidad en la cima de las aspiraciones. Si eres espiritual y religioso, mucho mejor, pero si eres solo religioso no es partidario de la religión sin una real vida espiritual que te trabaje internamiento y cambie para mejor la vida de los otros. Lo visitamos con un grupo de jóvenes que estudian gobernanza global y religiones, y nos pidió que seamos felices. Y recordó que ser feliz puede pasar por ser lo que en el mundo anglosajón se llama ser un "loser", un perdedor. A veces, sugiere, hay que claudicar, dejar pasar, aceptar alguna humillación, siempre con dignidad. Los alumnos no lo acababan de entender, y él repetía que el problema de alguien que te quiere hacer daño es suyo, no tuyo. Que ya verá lo que es bueno, porque el karma no perdona, y si ha hecho daño, tendrá que redimir su culpa.
Con la visión budista (que también es política) que desprende esta manera de pensar, las personas se tienen que concentrar en hacer el bien, no solo por ellas mismas, sino por el entorno, incluyendo a los animales. Esta conexión con el respeto por los animales, mezclados con la idea de pensar, formarse y ser activo por mejor el mundo, convence y se adecua a la mentalidad de personas de veinte años. Lo que cuadra menos es el sacrificio, el alejamiento de distracciones mundanas, la vieja idea de "hacer el bien". Antes de marcharse nos recordó su brújula: hacer un trabajo interior para conseguir la paz, la supresión de todo sufrimiento. "Mientras estáis aquí y os habéis levantado esta mañana, hay gente que no lo ha podido hacer. ¡Se han muerto! ¡Y vosotros no, sois jóvenes! ¡Dad gracias, estáis aquí"! Resuenan fuertes sus palabras y su mantra cerca del día de Difuntos. Y no es solo un monitum budista. La espiritualidad descentra, y no hay un principio de realidad más fuerte que la muerte, que todo, todo, lo reubica.