Seguramente una de las primeras obras de teatro que vi fue L’amor venia amb taxi, de Rafael Anglada. Mi padre era actor aficionado y debía de tener algún papel. Por eso me parece una genialidad que La Cubana rinda homenaje al teatro amateur con esta representación convirtiéndola en un musical. Y propongo que, ya que volvemos atrás, es un buen momento para parar, reflexionar y reubicar las cosas.
No recuerdo haber ido nunca al teatro en los últimos años y no haberme levantado de la butaca al final de la actuación, no para marcharme, sino para aplaudir previamente como acto de imitación del resto de espectadores. Siempre hay uno que empieza y los otros, que se miran de reojo, le van imitando. Y, aunque sea una persona que no tiene ni idea de teatro, no creo que haya tenido la suerte de que todas las obras que he visto hayan sido excepcionales.
Porque sí. Las ovaciones de pie surgieron como una fórmula de reconocimiento extraordinario hacia los artistas y ganaron popularidad en los siglos XIX y XX. Pero era un gesto que significaba que no solo habías disfrutado de la actuación, sino que la habías encontrado extraordinaria, excepcional. Pero ahora todo el mundo, en cualquier obra, quizás para justificar el precio de la entrada —o al contrario, porque le han invitado y tiene que quedar bien— se pone en pie de forma casi automática. Hasta el punto de que en el teatro, en la ópera o en los festivales de cine, se valora una obra en función de los minutos de aplausos. El problema es que, como el lenguaje moderno e infantilizado nos ha traído adjetivos superlativos gratuitos, todo tiene que ser perfecto, todo tiene que ser extraordinario.
Antes, la ovación de pie era un gesto que significaba que no solo habías disfrutado de la actuación, sino que la habías encontrado extraordinaria, excepcional
Yo estoy con Ben Bratley —que fue jefe de crítica de teatro de The New York Times durante más de veinte años—, que reivindica que en el teatro volvamos a la ovación sentada. Argumenta que las ovaciones de pie se han vuelto tan frecuentes que parece que quienes realmente estén haciendo una declaración de intenciones sean los que se quedan sentados. Pero añadiría: volvamos a la ovación sentada si lo merece. Y en ese caso hay un problema. Los actores salen a saludar. Y no una vez. Lo ideal sería que salgan una vez, aplausos y para casa. ¿Que queremos aplaudir más?, que vuelvan a salir. ¿Más?, que vuelvan a salir. ¿De pie?, que vuelvan a salir. Pero la base debe ser: saludo, aplausos y para casa. Como en el fútbol, si no se gana un título.
Es más, reivindico ir a ver teatro, levantarme y marcharme, por muy bien que lo hayan hecho los actores. Como en el cine. O al igual que puedo volar en avión y no aplaudir la destreza del piloto, si no es una compañía irlandesa. O igual que puedo no aplaudir al taxista cuando me deja donde le he pedido. Y, de hecho, si lo hago, me la juego. O igual que no aplaudo al camarero que me trae un café bien hecho, aunque en este caso lo merecería de largo. O no aplaudo a Toni Cruanyes al final del TN.
Aplaudir se tiene que aplaudir una genialidad. Sea en el arte, en la vida o en lo que es más importante entre las cosas menos importantes, el fútbol. Como aquel señor del bigote del Bernabéu.
Pero mientras no llega el amor en taxi, solo le pido, amigo lector, que si le ha gustado el artículo, no se levante y aplauda.
Aunque me temo que esto es casi imposible.