Que lo que ocurrió el diecisiete fue una retirada, y no una derrota, lo demuestra que el resultado ha sido un clima apolítico. El producto –y el entendimiento– de la derrota habría favorecido, a corto o a medio plazo, un tiempo de calma y reordenación para construir una oposición. Como este no fue el escenario, el país, queriendo desconectar de una política que lo ha dejado todo machacado, ha desconectado de sí mismo. No es ninguna tontería afirmar que hoy no existe ningún partido con representación haciendo verdadera oposición política a Salvador Illa y a todo lo que representa que Salvador Illa sea president de la Generalitat. Hace meses que cuesta escribir sobre la vida política del país porque hace meses que querer dirigir alguna teoría con sentido es jugar a adivinar el sentido del silencio. Y yo diría que ya hace años, incluso, que la política catalana se ha desprendido de cualquier idea trascendente y verdaderamente honesta en esta trascendencia. Que no dé gato por liebre, quiero decir. Parece una redundancia, pero la gesticulación y el simulacro han dejado un país yermo de ideas aptas para pensarse. Para pensarnos.

Con la gesticulación y el simulacro gastados, los partidos independentistas han quedado atrapados en su incapacidad para generar un nuevo marco político que expulse al president Illa de la Generalitat. Con Carles Puigdemont desaparecido, ERC reestructurándose en torno a un líder que la mitad del partido cree que ya no está capacitado para hacer política —y Joan Tardà intentando convertir el partido en los Comuns—, la CUP dividida y embarullada en debates cada vez más estériles y Aliança Catalana haciendo malabares para justificar que todos y cada uno de los problemas de los catalanes se solucionan echando a los moros, es más evidente que tener alguna idea que sirva al país es incompatible con estar vinculado a la política institucional.

El debate político es cada vez más pequeño y menos atractivo

Una de las consecuencias del desierto que nos ha tocado transitar es que el debate político es cada vez más pequeño y menos atractivo. Atractivo, me refiero, en el sentido de aproximarse a él de joven para aprender a jugar con ideas, y no con chiringuitos. El escaparate que debería servir para situarse políticamente a uno mismo ha quedado reducido a hablar de trenes o de las especificidades del sistema de financiación que el president Illa pactó con la condición ser investido. La agenda de los socialistas empequeñece el país porque empequeñece, también, el debate que lo rodea. Para poder hablar de actualidad sin comprar ninguna de las tesis de la gentecilla que nos gobierna, hay que dar un salto tan alto que, cuando intentas desgranarlo para desmontarlo, los ciudadanos con un nivel de politización medio ya han desconectado. Y si intentas simplificarlo, no les haces ni cosquillas. Así funciona la asfixia del nuevo statu quo que los partidos que se supone que tenían que liberarnos han remachado. Las posibilidades de construir una conciencia política han quedado asfixiadas por el ritmo somnífero de las ruedas de prensa después del consejo ejecutivo.

Catalunya no puede permitirse un estado de apolítica, y me parece que no hace falta citar a Joan Fuster para explicar por qué. Y no es solo un estado de apolítica, es prácticamente un estado de putrefacción ambiental. La semana pasada, Òmnium intentaba poner en marcha una campaña para dar un salto adelante y avivar algo —no se sabe exactamente qué— como si no fueran parte y sostén del asunto. Nos estamos enfrentando con el problema final, último de la retirada: pensar que debes utilizar la fuerza que tienes para retirarte es propagar la idea de que no tienes fuerza para hacer nada más. Es, pues, un desparramamiento de nihilismo que hace de sedante para los catalanes, pero también para sus partidos. Y es abono para la putrefacción socialista, por supuesto. Hoy Salvador Illa puede pasearse por los pasillos de la Generalitat con la seguridad de que el nacionalismo no tiene brazo político real y que, por lo tanto, no tiene altavoz institucional para multiplicarse. Estos días se ha hablado del documental de Guimerà y su premio Nobel frustrado, pero también de la profundidad de su pensamiento político nacionalista. A su lado, más que apolíticos, nuestros políticos parecen prepolíticos.