En fechas próximas, mi querido Sergio Marina presentará un libro que nos habla sobre el arte del fluir. Una lectura que, sin duda, recomiendo porque nos muestra algo que bien podrían enseñarnos desde bien pequeños pero que, desgraciadamente, nadie nos muestra. Aprender a fluir es una herramienta vital que nos permite tomarnos esto del vivir con filosofía. Con la voluntad de ser conscientes y, a pesar de ello, entender que si bien a veces no podemos modificar el devenir de los acontecimientos, sí podemos modificar la manera en que nos afectan. Y eso, sin lugar a dudas, ya es mucho.
Ser conscientes de quiénes somos, de dónde ubicarnos —independientemente de dónde nos ubiquen los demás— es una labor imprescindible para no dejarnos llevar por los deseos de otros, por sus bien intencionados planes o por su mera y terca voluntad de someternos a sus deseos. Darnos cuenta de que somos libres y lo que conlleva es un ejercicio tan importante como para que bien merezca que hoy, en estas fechas de tradición, encuentros y excesos, nos demos un momento para meditar.
Otro autor al que recomiendo leer, también apellidado Marina, pero de nombre José Antonio, me enseñó en uno de sus libros que las cosas en sí no nos hacen daño; que lo que nos afecta es la idea que tenemos de las cosas. Y aquella lectura obligada en el Instituto de Educación Secundaria me sirvió para ser consciente de que era interesante observar y procurar sacar mis propias conclusiones, más allá de lo que otros quisieran que yo pensase.
El ritmo que nos imponen desde fuera: horarios, objetivos, planes, suele dejar poco tiempo para que evaluemos si realmente nosotros queremos hacer aquello que se nos impone. Nos llenamos la boca de autodeterminación, de libertad, de derechos, cuando en realidad no estamos en absoluto acostumbrados a reflexionar, buscar la raíz y pensar alternativas. Pero seguimos creyendo que somos libres y que elegimos, cuando en realidad, seguimos los pasos ya marcados la mayoría de las veces.
En muchos casos, la oveja que sigue al rebaño lo hace para evitar la soledad. Para evitar el rechazo del grupo. Por no querer desentonar, pues siempre nos han contado que el clavo que sobresale es el que se lleva el martillazo. ¿Significa esto que hay que llevar la contraria sistemáticamente para encontrar la felicidad? Tampoco.
El arte de fluir consiste, precisamente, en cultivar una escucha interior activa. Por muy raro que esto le parezca, la mayoría de las veces somos conscientes de que nuestro fuero interno tiene una idea sobre las cosas que se nos presentan, pero lo cierto es que no estamos acostumbrados a escucharnos a nosotros mismos, a entendernos y, por qué no decirlo, a perdonarnos. Porque no nos vendría mal reflexionar y tener capacidad de autocrítica para reconocer nuestros errores, aunque sea a nosotros mismos. Esa soledad que tan mal nos pintan es el espacio y el tiempo que evitamos dedicarnos, para no escucharnos, para no hacernos preguntas que solamente nosotros podemos contestarnos.
Cuando uno aprende a encontrarse, tendrá la oportunidad de cuidarse, de curarse, de conocerse, de mejorarse. Por desgracia, el ritmo en el que vivimos inmersos no da tregua para ello y ahora más que nunca es imprescindible reivindicarlo. Porque para intentar construir un espacio común, es vital partir de uno mismo. Y ese ejercicio, desde un análisis colectivo, lo tenemos pendiente.
Nos pasamos el día analizando, cuestionando, criticando las actitudes de los otros. Pero, ¿y la nuestra? ¿Dónde queda la reflexión individual tan necesaria donde uno mismo se mira adentro y encuentra esos oscuros lugares donde hace falta poner luz?
Sirvan estos días, tan convulsos en lo público, para apelar a la reflexión individual. A la ética personal y a la conciencia. Para buscar en nosotros mismos aquellos rincones que es necesario limpiar, con la intención de mejorar el "yo" antes de exigir a los demás que mejoren.
Aprender a fluir conlleva, en definitiva, que comprendamos la dificultad que conlleva ser mejores para, con la humildad necesaria, atreverse después a señalar a los otros. Ejercitar los valores más esenciales que parecen haber quedado en desuso es, en mi opinión, la gran tarea que tenemos pendiente. A la vista está que, más allá de distintos puntos de vista que puedan existir en una sociedad, si no hay un trabajo del individuo en la configuración de sus propios valores, de sus propias normas autónomas, de la ética como guía de su conducta, un proyecto colectivo es inalcanzable.
La Navidad representa, para muchos, el tiempo del renacer, del comenzar de nuevo, de la catarsis necesaria donde todo vuelve a un punto de partida limpio, puro e incluso mágico. Más allá de los postulados de las religiones, de sus distintos planteamientos, todos coinciden en dotar al individuo de una dimensión espiritual: esa que hoy echamos en falta. La esencia de las tradiciones que ha quedado sepultada por el consumo, por el ruido, por el brillo de las luces.
Un brindis por un tiempo nuevo donde nos preocupemos por mejorar y aprender a vivir desde la conciencia y el sentido de la justicia más profundo. Unas líneas para invitarle a fluir descubriendo que existe otra manera de entender la realidad: esa que puede hacerle libre, sin rencor y sin miedo. Es el único camino que me parece transitable para poder encontrar solución a los problemas que debemos resolver.
Apostemos por fomentar más lo espiritual, y desmantelemos el conflicto estéril que únicamente beneficia a los que, a base de hacer ruido y generar caos, nos empujan en su ritmo frenético. Aprendamos a querernos más, a comprendernos mejor y sobre todo, a no exigir lo que a nosotros mismos no somos capaces de pedirnos.
Si consiguiéramos poner en práctica ese arte de fluir, esa forma de vivir con conciencia, estoy segura de que la enorme mayoría de los conflictos que sufrimos, quedarían reducidos a su mínima expresión.
En estos días lo que nos duele, sin duda, son las ausencias. Lo que nos hace felices son los momentos compartidos. La importancia de no olvidarlo nos debería servir para tener claro lo imprescindible durante todo el año.