En un país a menudo perdido entre el sentimiento y la metafísica, apliquemos la matemática. El año 2017, 2.044.038 ciudadanos votaron "sí" al referéndum del 1-O. Posteriormente, en los comicios convocados por Rajoy el 21-D, 2.079.350 votantes se decantaron por opciones indepes (948.233 por Junts, 935.861 por ERC, y 195.246 por la CUP). En las elecciones del pasado 12-M, el voto independentista sumó 1.244.162 papeletas. Con solo siete años, en definitiva, la partitocracia procesista no solo ha pasado de hacer ver que estaba comprometida (bajo juramento de obediencia a la soberanía del Parlament) a organizar y aplicar el resultado de un referéndum que convocaron como vinculante, sino a perder 835.188 activos y la mayoría de votos y escaños en la cámara catalana. Todos estos partidos tienen una cosa en común: creen que este desastre no tiene nada que ver con su acción política.

Desde 2017, en resumen, la responsabilidad de la falta de resultados de nuestros partidos y de sus líderes siempre es culpa de los demás, sea de un robo de cobre en Rodalies o de los efectos mágicos del Espíritu Santo. De hecho, el único dimisionario de entre toda esta cúpula de genios ha sido Pere Aragonès, el último peón —y el menos relevante— de un desangramiento oceánico. Les importa muy poco que haya centenares de miles de independentistas desengañados con estructuras de estado inexistentes, de referéndums que acaban en la nada, de campañas europeas bajo el lema de "si me votáis, volveré" que acaban en una residencia casi permanente en Waterloo, de líderes para quienes pactar con el PSOE suponía un matrimonio con el diablo pero que después acaban firmando una amnistía. Todo eso, dicen ellos, son minucias de tiquismiquis, detalles menores; lo único esencial es su vocación de vida eterna.

En cualquier país normal, los responsables ideológicos de todo este despropósito (a saber, Carles Puigdemont y Oriol Junqueras) habrían presentado su dimisión la noche mismo de los pasados comicios. Los números vuelven a ser especialmente relevantes en el caso de Puigdemont, quien había anticipado un retorno estelar en el territorio como único lema de campaña y que —si cogemos el 2017 como brújula— ha perdido 273.337 votos por el camino del exilio; a todo ello, habría que añadir que el president ha quedado segundo —tanto en votos como en escaños— en las dos elecciones mencionadas. Pero eso no es ningún obstáculo para que el Molt Honorable 130 vuelva a utilizar a su particular manual de alehops y, a falta de números o de una medida cuantificable en términos un tanto objetivables, haya presentado candidatura a la Generalitat con un nuevo y simpático concepto todavía nunca visto en Occidente: el de una "mayoría coherente".

Muchos electores catalanes apuestan por la independencia tanto o más que en 2017, pero consideran igualmente objetivo que no se puede hacer con el actual sistema de partidos

El caso de Oriol Junqueras también tiene su gracia numérica, sin embargo, como siempre pasa con el mosén jefe de Esquerra, su lenguaje es más sibilino. Si cogemos el mismo ciclo electoral, Junqueras se ha dejado 508.726 votos en uno de los porrazos más sonoros de cualquier hecatombe electoral en Catalunya. Pero Oriol es un buen alumno de Jordi Pujol y, como sabíamos ayer mismo, el líder de Esquerra se ha limitado a decirnos que "ha entendido el mensaje" y que seguirá mandando dentro de su partido. El acto ha extrañado a muchos conciudadanos, pero si se conoce la evolución del personaje, es la cosa más sencilla de explicar en el mundo: desde que Pedro Sánchez lo nombró virrey de Catalunya y Esquerra se disfrazó de la Convergència más pactista, a Junqueras solo le queda una tarea pendiente; que Salvador Illa tenga la presidencia y que Puigdemont vuelva al país bien jubilado.

Como avisé antes de las elecciones, el abstencionismo sería la única fuerza que podría manifestar todo este cinismo catedralicio para hacer prosperar una idea que hoy resulta indiscutible: a los líderes del procés solo les preocupa su propia supervivencia. En este sentido, tanto Convergència como Esquerra pueden ejercer una presión mucho menor en el Congreso y en Pedro Sánchez. Primero, porque han perdido la mayoría en el Parlament y Salvador Illa les ha ganado la partida. A su vez, por el simple hecho de que el gestor de la amnistía es el PSOE; no el PSC, a quien Carles Puigdemont no solo ignoró durante la negociación del indulto general, sino que, repasando el texto de este acuerdo, en ningún sitio se vetó la posibilidad de que Illa acabara gobernando la Generalitat. Por lo tanto, como conclusión de todo, los partidos catalanes pierden peso en el Parlament y han malbaratado su escasa presión al centralismo.

Dicho todo esto, y antes de poner fin apremiadamente al procés o al postprocés, hay que decir que aquí no se acaba nada. Contrariamente, celebramos que empiece y se solidifique una idea tan básica como destacable; muchos electores catalanes apuestan por la independencia tanto o más que en 2017, pero consideran igualmente objetivo que no se puede hacer con el actual sistema de partidos. Muchos lectores de ElNacional.cat a menudo me reclaman alguna propuesta más que no sea la descripción de un ocaso. Les respondo que, antes de empezar una nueva aventura, es esencial entender (y digerir) por qué la presente ha resultado fallida. El poder del abstencionismo todavía es amorfo, plural y difícil de patrimonializar; pero esta es, hoy por hoy, su principal virtud. Si no se puede apoderar nadie de él, tampoco es posible que lo acaben pervirtiendo.

Aquí no se acaba nada. Esto, de hecho, justo ahora empieza. Y si hemos sobrevivido a la dictadura, al régimen del 78 y al procesismo, también sobreviviremos a nuevos tripartitos o al invento que los últimos guerreros del declive se inventen para seguir engañándonos. Ahora se acercan las europeas; nos abstendremos de nuevo, faltaría más. Y acabarán cayendo.